domingo, 6 de septiembre de 2015

YO SOY BUENISTA… ¡Y A MUCHA HONRA!




Miquel A. Falguera i Baró
Magistrado del Tribunal Superior de Justicia  de Cataluña*



Afirmaba Manolo Vázquez Montalbán en su genial “Panfleto desde el planeta de los simios” (una profecía del todo cumplida de necesaria lectura hoy): “no hay verdades únicas, ni luchas finales, pero aún es posible orientarnos mediante las verdades posibles contra las no verdades evidentes y luchar contra ellas. Se puede ver parte de la verdad y no reconocerla. Pero es imposible contemplar el mal y no reconocerlo. El Bien no existe, pero el Mal me parece o me temo que sí”.

Viene la cita a colación porque últimamente se está poniendo de moda por los ideólogos neoliberales hablar de “buenismo”. La Wikipedia-de-todos-los-santos define esa expresión en la forma siguiente: “término acuñado en los últimos años por algunos sectores para definir ciertos esquemas de actuación social y política que tienen por eje esencial la puesta en práctica de programas de ayuda a los desfavorecidos, basadas en un mero sentimentalismo carente de autocrítica hacia los resultados obtenidos”. Debo reconocer que las primeras veces que oí la palabreja me desconcertó. Sin embargo, con el paso del tiempo, cuando me tachan de tal reivindico orgullosamente mi condición de buenista.

Algunos, entre los que me cuento, no podemos soportar ver sufrir a nuestros congéneres. Porque la civilidad no se ha basado históricamente, contra lo que afirma el pensamiento neoliberal hegemónico, en la competición entre humanos –para alcanzar la condición de “macho alfa”-, sino en la solidaridad de los miembros de la especie. Algo de eso nos enseñó el abuelo de Tréveris. Como también lo hizo mucho antes el Nazareno. Lo otro, el mero egoísmo, es condición propia del resto de animales (y no de todos). Quién quiera ser el gorila más aullador y potente de la manada que se vaya al centro de África, entre sus congéneres primates.

La fotografía del cadáver del niño Aylan en una playa turca es terrible, horrorosa. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, nos devuelve por un momento a los europeos nuestra condición de humanos. Buena parte de nuestros conciudadanos, que vivían tan felices en su idílica torre de marfil, ajenos a otras realidades y reticentes ante “los otros”, han descubierto el sufrimiento que nuestro bienestar genera en el resto de la especie. Cierto: sólo por un momento. De aquí pocos días ese pequeño niño muerto arrastrado a tierra por las olas dejará de subyacer en la mentalidad colectiva. Pero Aylan ha servido, al menos, para que por unos instantes la solidaridad humana se reivindique. Después de que los media expusieran la imagen nuestros gobernantes parecen estar más activos ante la tragedia de nuestros vecinos del Sur. Aunque lo estarán sólo en el efímero espacio que dura el imaginario colectivo.

Pero ocurre que hay muchos Aylan también en nuestras sociedades, aunque las fotos de sus cadáveres no salgan publicadas en los papeles. Están ahí los miles de niños con los que compartimos ciudades que pasan hambre. Está mucha gente sin trabajo en situación desesperada, sin la menor seguridad respecto a lo que ocurrirá el día de mañana. Está la gente despojada de sus casas y viviendo a salto de mata. Está los conciudadanos que aceptan cualquier tipo de trabajo por mera subsistencia, aunque con ello pierda su dignidad. Está una buena parte de nuestros ancianos e inválidos, percibiendo pensiones de miseria. Están los inmigrantes que nos rodean pero que no vemos. Y están tanto otros que rozan, cuando no están incursos, en la miseria.

Las estadísticas al uso nos dicen que, al parecer, nos estamos recuperando. Pero los voceros de las meras cifras también obvian algo evidente: que está creciendo exponencialmente la desigualdad. La supuesta riqueza que se crea redunda, pues, en beneficios de unos pocos. Pues bien: eso es el neoliberalismo; el triunfo de los “macho alfa”. Nuestros padres nos enseñaban aquello de “más vale pobre pero honrado”. Sin embargo, el paradigma actual es algo así como “quién no es rico no triunfa en la vida”;  por tanto, en una especie de darwinismo social, los pobres deben al parecer fenecer.

Hoy se habla del espíritu emprendedor (¡incluso se quiere implementar en la educación!). Y poco en boga está reivindicar la solidaridad y la fraternidad (ergo, las características que han comportado que la especie humana se haya situado en la cima de la pirámide de las especies).

Pero eso no ha sido siempre así. Por unos pocos decenios la Democracia –con mayúsculas, esto es: entendida no únicamente como mero ejercicio de la libertad individual, sino también compuesta de igualdad y fraternidad- se conformó como el marco de convivencia. Cierto: cuando los poderosos tenían miedo. Así se recoge aún en nuestras constituciones, del todo ya vacías de contenido.

Pero yo me sigo reclamando como “buenista” (posiblemente porque soy jurista y entiendo que el objetivo del Derecho no es la consecución de la paz social, sino de la justicia, tal y como nos enseñó el maestro Bobbio).

Cierto: ya no sé dónde está la verdad –probablemente, porque “la Verdad” no existe ni ha existido nunca- pero, como humano, reconozco el mal. Y el mal no está sólo en una lejana playa de Turquía en la que el Mediterráneo arrastra  el cadáver del pequeño Aylan o en el desolado paisaje de Auswitch. También coexiste con nosotros –y en nosotros mismos, con la codicia como bandera de buena parte de nuestras actitudes personales-. No pretendo ser apocalíptico, pero cada vez me parece más evidente que el mal ha echado raíces entre nosotros, de la mano del neoliberalismo.

Por eso les propongo que la próxima vez que les tilden de “buenista” se reclamen orgullosos como tales y califiquen a su interlocutor como lo que es: un malnacido.


* Este artículo es una exclusiva del autor para Metiendo bulla. Su reproducción deberá citar la procedencia de dicho artículo.




1 comentario:

Pep dijo...

Estic d'acord i m'identifico en un 100%. Cada dia m'agrada més aquest blog.