sábado, 11 de julio de 2015

Qué lectura de Gramsci, hoy (3)

 

Nota editorial.--  Los materiales anteriores de este ensayo, que damos por capítulos, se encuentran en:  RELEER A TRENTIN, RELEER A GRAMSCI (1) y Qué lectura de Gramsci, hoy (2). Que han sido comentados por Paco Rodríguez de Lecea y José Luis López Bulla en http://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/releer-trentin-releer-gramsci-2.html y http://lopezbulla.blogspot.com.es/2015/07/vias-heterodoxas-de-la-izquierda.html respectivamente. Y posteriormente Paco con http://vamosapollas.blogspot.com.es/2015/07/vias-secundarias.html. A continuación ofrecemos la tercera entrega:   

 

 

Bruno Trentin



Para dar algunos ejemplos de esta posible línea de investigación, fijémonos, partiendo de los escritos del Gramsci joven, en el tema de la sociedad civil y su papel en la construcción  de un proyecto político reformador (incluso cuando se efectúa a través de una ruptura revolucionaria).
Si releemos con los ojos de hoy (y teniendo en cuenta las muchas contradicciones que contienen, todavía en nuestros días, las propuestas políticas de la izquierda occidental, a menudo tan pobres en valores) los escritos del Gramsci de los primeros años veinte; y si consideramos con atención el papel que él asigna a las transformaciones, a las crisis y, sobre todo, a los conflictos que emergen en la sociedad civil (incluidos los que no son un calco servil de los relacionados con el binomio clase obrera/clase burguesa) en la construcción de un proyecto político reformador, no podemos dejar de asombrarnos.
La «sociedad civil», con sus incesantes cambios y su terrible y apremiante presencia, es para Gramsci el «teatro de todas las historias», y es preciso indagar en ella y descifrarla continuamente, no para reproducir acríticamente el mapa de la misma en el programa político del partido reformador, sino para mediar en sus conflictos y para reconstruir una posible superación de las contradicciones, según un proyecto que no es en absoluto neutro, sino que extrae su fundamento y su legitimación de las tensiones libertarias y de la exigencia de poder de las clases y grupos sociales más débiles y, sobre todo, más excluidos de los procesos de decisión centrales. Una sociedad civil con sus trincheras y sus «casamatas», como escribirá más tarde; una sociedad civil con sus puntos de confluencia y sus alianzas, sus conflictos de intereses y sus conflictos de poder, con sus resistencias corporativas y con sus tensiones en relación con el cambio. Y pese a todo ello, una sociedad civil en la cual es posible descifrar, como dato permanente, la tendencia de las luchas sociales de las clases oprimidas a transformarse, en la fase más madura del capitalismo industrial (así lo sostiene Gramsci volviendo al núcleo duro de la lección de Marx), en una lucha por el poder.
Pero aquí hay que prestar atención. El poder de que se trata no se alcanza a través de la conquista o la ocupación preliminar del Estado central, como premisa ineluctable de la producción «política», ni tampoco tras el momento mágico de la «expropiación de los medios de producción». Se trata más bien de un poder «aquí y ahora», en cada una de las casamatas y, ante todo, en cada centro de trabajo y de producción, allí donde la lucha social se convierte necesariamente, partiendo de la defensa intransigente de sus formas de representación, en acción política; allí donde sus sujetos (y no solo los partidos o los sindicatos) se convierten en «sujetos políticos» con los que, acaso, partidos y sindicatos deben confrontarse. Aquí, ciertamente, la distancia entre el enfoque de Gramsci y el de Lenin, sobre todo el Lenin del ¿Qué hacer?, es abismal. Y Gramsci se esforzará en vano en disfrazarla frente a los seguidores más coherentes del pensamiento de Lenin.
Para Gramsci, de hecho, si falta ese punto de partida —las transformaciones de la sociedad civil— en cualquier proyecto político reformador, y si falta por tanto la mediación —política, pero desde luego no neutral— de los conflictos que la atraviesan, sucede, o bien que la sociedad civil se venga, de algún modo, de esa «ausencia de la política», produciendo fenómenos desestabilizadores de la convivencia civil, como el populismo o el fascismo; o bien que es el Estado el que trata de someter a la sociedad civil a un «dominio sin consenso», produciendo él mismo (añadimos nosotros)  rupturas y divisiones corporativas, organizando y legitimando esas divisiones (y el compromiso entre ellas) y poniendo en marcha así un proceso de inclusión-exclusión en el que el único árbitro (por lo menos mientras puede cumplir ese papel) es una clase política separada de la sociedad, aunque incorporada al Estado.
No es casualidad que sea precisamente este Gramsci tan actual el que se han visto obligados a omitir, o a rechazar, los recurrentes profetas de la «autonomía de lo político», y también sus oponentes simétricos, los profetas de la «autonomía de lo social». Pero he aquí la cuestión: las transformaciones de la sociedad civil, igual que los conflictos de poder y primariamente políticos que Gramsci redescubre en las luchas sociales, ante todo en las que se desarrollan en el interior de la empresa industrial (marcando en esto una ruptura con el «lassallismo» de Lenin y con su condena del conflicto social y del sindicato a una insuperable subalternidad respecto del mundo de la política), tienen lugar para él, sin embargo, según un recorrido marcado por las condiciones y por los límites dictados por el desarrollo de las fuerzas productivas, por los obstáculos interpuestos en ese desarrollo y, en cualquier caso, por los imperativos que se deducen de la necesidad de asegurar, a cualquier coste y en el tiempo más rápido, la consecución de ese desarrollo.
Por esa razón, en el conflicto social se revela un momento esencial de la lucha por el poder, en este caso el poder que conlleva el ejercicio de determinados derechos y responsabilidades; a pesar de que Gramsci sostiene que los objetivos y contenidos «históricamente determinados» y no contingentes de esta lucha están «ya dados» y son, en cierto modo, obligados, más allá de su formulación, de su apariencia exterior o incluso de la misma conciencia de los sujetos que se hacen portadores de los mismos; más allá de de las reivindicaciones contingentes (y, según Gramsci, más o menos fundamentadas) que en cada caso sirven de justificación ocasional.
Ya se trate de la huelga “de las manecillas”, es decir, la lucha contra la introducción del horario legal en las fábricas turinesas, o del conflicto de 1920 por la conquista del primer convenio nacional de los metalúrgicos, por la negociación del trabajo a destajo o por la reducción del horario de trabajo, es curioso constatar el sustancial desinterés y la distracción de Gramsci ante la especificidad de las reivindicaciones situadas en el origen, al menos, de la eclosión de un determinado conflicto social y de buena parte de su evolución posterior.
Lo que cuenta para Gramsci es la reivindicación subyacente de poder que se expresa a través del conflicto social; por más que se trate, y no es poca cosa, de una demanda de poder difuso, diseminado en la sociedad; de una reivindicación  de poder que para expresarse y para realizarse no espera al momento de la ocupación del Estado y de la expropiación de los medios de producción.
Y de esta forma, aunque Gramsci demuestra conocer bien la temática marxiana del autogobierno del trabajo y de la realización de la persona en el trabajo, también a través del cuestionamiento de las formas contingentes de la división técnica del trabajo y de su organización, parece asumir tal objetivo como sustancialmente incompatible con el actual desarrollo posible de las fuerzas productivas. Gramsci no ignora en absoluto que la reflexión marxiana se ejercita sobre un proceso de opresión y de expropiación de oficios y de saberes que gravita sobre los trabajadores de carne y hueso. A diferencia no solo de Lenin, sino de buena parte de la misma investigación de los Cuadernos, el Gramsci de los años veinte es totalmente consciente de la destrucción de la personalidad y la potencialidad creativa que representa el «taylorismo salvaje» experimentado en las fábricas turinesas, de la destrucción de cultura (y no de «animalidad», como escribirá más tarde), de saber hacer, de «amor por la calidad», que el trabajador de carne y hueso podría transmitir al objeto de su trabajo. En los escritos de los años veinte estamos, de hecho, todavía lejos del «hombre nuevo» de la revolución fordista, del hombre que libera su mente a través del gesto mecánico, y logra, aunque forzado por otros, separar radicalmente y enajenar la ejecución del conocimiento. Frente a esta expropiación de la subjetividad Gramsci hablará del sacrificio de toda una generación en el altar de la conquista del poder en los lugares de trabajo: «Pensemos, sin embargo, que una generación, por ejemplo, puede trabajar “a pura pérdida” para garantizar a la siguiente una libertad que de otro modo no podría conquistarse.» (Socialismo ed economia, no firmado, en Ordine Nuovo, reprint, 17 enero 1920, a. I, n. 34.)
Pero, ¿por qué es necesario ese sacrificio, por qué una generación debería «trabajar a pura pérdida», a fondo perdido, y privarse de ese modo de su libertad? No solo porque, según Gramsci, a la clase obrera le faltaban las condiciones culturales para elaborar una solución distinta y alternativa de aquella que las fuerzas más modernas de la burguesía ofrecían al problema de conseguir la organización óptima de las fuerzas de producción y una división técnica del trabajo cuantitativamente más eficiente. También porque la naturaleza (y la composición, y la organización) de las fuerzas productivas, incluido el trabajo útil para la puesta en valor de esas mismas fuerzas, era un factor históricamente determinado, al menos para todo el largo periodo marcado por la máxima racionalización posible del uso de los recursos materiales y humanos representado por el taylorismo.
Ciertamente, Gramsci no llega a asumir la técnica y la ciencia como factores neutrales, en tanto que «históricamente determinados». Pero, anclado casi de forma fideísta en el binomio «fuerzas productivas-relaciones de producción», parece considerar a las «fuerzas productivas» como un todo indisociable en el que el hombre acaba por constituir una variable dependiente de la tecnología; unas fuerzas productivas que, desde luego, están determinadas históricamente en su grado de utilización, pero que no obstante definen «el progreso» posible para toda una fase histórica; para una fase larga y, en todo su trayecto, inmodificable.
En este sentido, para Gramsci (como para Taylor) parece existir solamente one best way, una única opción válida, en la organización y en la utilización de las fuerzas productivas, incluyendo en ellas al hombre que trabaja. En este sentido el taylorismo (y, más tarde, el fordismo) representará para Gramsci, como para la mayor parte de los dirigentes socialistas y comunistas de la época, la única encarnación posible del «progreso», no solo de la máquina, sino del hombre mismo. Se puede, todo lo más, acelerar su cumplimiento —y Gramsci mide sus fuerzas en ese desafío— para forzar por esa vía la contradicción entre el «progreso» y el atraso, la involución burocrática de las «relaciones de producción», a partir, en primer lugar, de las áreas con déficits mayores en la organización del Estado y de la misma sociedad civil: Rusia, Italia, Europa en general, respecto a la cual el fordismo americano anticipa los tiempos de un desarrollo posible de las fuerzas productivas.
En esta visión historicista, la hipótesis de que sea posible salirse de una «historia» con un final dado una vez para siempre y asumir, por el contrario, otra con varios finales posibles, sobre los cuales incidir a través de la acción consciente de los hombres, no es ni siquiera tomada en consideración, igual que tampoco entra en sus cálculos la eventualidad de bajar al terreno de una sociedad abierta a muchas y distintas evoluciones posibles de la organización del trabajo y de la vida cotidiana, y no está prevista la existencia de progresos posibles, sobre los que las decisiones  de los hombres puedan influir de manera determinante partiendo de forma consciente  del «laboratorio» de la sociedad civil.
La historia verdadera se ha encargado de poner al desnudo la «miseria» de esa noción positivista del progreso, que carga de forma inevitable todo voluntarismo «históricamente determinado» con una connotación paternalista y autoritaria. La ideología del one best way es de hecho orgánicamente enemiga de cualquier visión pluralista y abierta de la historia de la sociedad civil.
Esa es la razón por la que es útil reflexionar sobre la contradicción entre historicismo y voluntarismo que atraviesa toda la búsqueda de Gramsci acerca de las transformaciones de la sociedad civil. Sobre todo si se quiere evitar recuperar de Gramsci  únicamente la parte más desfasada de su reflexión, dejando de lado una vez más su parte más fecunda.
¿Qué quiere decir al día de hoy «modernizar» o alcanzar un «estadio de normalidad» en el proceso de modernización? Como si hubiera una única modernidad posible en un mundo con tantos capitalismos distintos, y sometido a una continua transformación dramática hacia un final no establecido y, con toda probabilidad, inalcanzable. Si hay tantas «modernidades» posibles, cualquier referencia a la «modernidad» o a la «modernización» como valores en sí se convierte para una fuerza reformadora en algo puramente mágico e ideológico. La modernidad ¿respecto a qué? ¿Y para conseguir la realización de qué valores?
En cualquier caso —volviendo a Gramsci y a su búsqueda atenazada por un «progreso» con connotaciones al menos temporalmente inmodificables y por un voluntarismo que podía solo acelerar la realización de este «progreso» sin modificar sus contenidos—, para legitimar la exigencia de poder que las clases oprimidas exteriorizaban a través del conflicto en la sociedad civil, no tuvo más opción que recurrir a la misión prometeica de sustituir a una burguesía absentista en el objetivo, que le correspondía a ella, de llevar a su pleno desarrollo a las fuerzas productivas, en las formas históricamente posibles. Sustituir a una burguesía que se podía describir  como ausente, bien porque su defensa de la propiedad la llevaba a negar su misión modernizadora y a recurrir al sabotaje (como sostenía Lenin en el caso de Rusia), o bien porque estaba implicada en la especulación financiera y en turbios intereses compartidos con la burocracia estatal, e incapacitada por su carencia de cultura liberal (como sostenían Gramsci y Gobetti): esa misión llegó a ser imperativa para una izquierda revolucionaria. Y esa «sustitución de funciones» era en cualquier caso necesaria y legítima en el momento en que el conflicto, también el conflicto social, se planteó, más allá de las apariencias, como un conflicto entre progreso y conservadurismo, entre el desarrollo de las fuerzas productivas —concebido como un todo indisociable e inmodificable, al menos durante toda una fase histórica— y las resistencias inevitablemente corporativas de los viejos aparatos de gobierno y de los mismos sindicatos.
Así, la tenaza representada por la «pareja» historicismo finalista y voluntarismo entendido como misión predeterminada, acabó por aprisionar y distorsionar la búsqueda gramsciana en torno a la relación entre la transformación de la sociedad civil y la construcción de un proyecto político reformador.


Traducción de Javier Aristu y Paco Rodríguez de Lecea

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