lunes, 29 de junio de 2015

RELEER A TRENTIN, RELEER A GRAMSCI

Nota editorial.-- El 21 de noviembre de 1997 Bruno Trentin dio en el Istituto Gramsci de Torino la conferencia que ponemos ahora al alcance del lector, traducida al castellano por Javier Aristu. Habló como invitado en un “Convegno” (seminario) dedicado a «El joven Gramsci y el Turín de principios de siglo». Su intervención fue recogida en Quale Stato, n. 3/4, septiembre-diciembre 1997, pp. 41-60.
“La ciudad del trabajo”, la obra principal de Trentin, estaba ya concluida en esa fecha, a falta tan solo de unas semanas para su publicación. Trentin invirtió tres años intensos (prácticamente desde que dejó el cargo de secretario general de la CGIL) en la escritura del libro. El 20 de mayo de ese mismo año de 1997 había escrito en su diario: «El esfuerzo ha acabado.» Sin embargo, siguió corrigiendo el original a lo largo de todo el verano. «Un trabajo de Sísifo», escribió en otro momento.
El “convegno” turinés de noviembre fue para Bruno Trentin una ocasión inmejorable de poner a prueba las tesis, flagrantemente heterodoxas para una cierta izquierda, sostenidas en el libro. En un texto denso, bien trabado y de un enfoque tan original que puede llegar a aturdir, el autor resume los temas principales de la “Ciudad…” a través del desarrollo argumental de tres paradojas: las dos primeras, relacionadas con el hecho de que las dos transformaciones más sensacionales del sistema productivo en las sociedades industriales avanzadas del siglo XX, el fordismo-taylorismo y el estado del bienestar, apareciesen con un marchamo de origen exterior a las concepciones y las tradiciones del movimiento obrero; la tercera, el hecho de que la adhesión a tales novedades llevara al movimiento socialista en su conjunto y a la teoría marxista oficial en particular, a una nueva concepción del Estado «como sujeto de la historia y como momento creador de la sociedad civil.»
Como acompañamiento del texto de Trentin, que se irá presentando capítulo a capítulo a medida que la traducción esté lista, se incluirán en  Metiendo Bulla las notas, ya habituales en este medio, de José Luis López Bulla y Paco Rodríguez de Lecea, sin perjuicio de que el propio traductor Javier Aristu y otras personas se asomen también al debate, o a la cháchara, con sus propios comentarios y puntos de vista.

Cuál lectura de Gramsci, hoy


1.

La reflexión sobre la crisis, muy avanzada ya, de lo que se suele definir como el «modelo fordista de economía y sociedad», y sobre la crisis, mucho más lenta y tortuosa, de la «organización científica del trabajo» (el sistema de Taylor) que había sido, en cierta manera, su partera, me ha llevado en varias ocasiones a plantearme dos grandes interrogantes; o, si se quiere, dos grandes paradojas que han marcado la historia de los movimientos sociales en el siglo XX. Y, a partir de ahí, a medirme, una vez más, con la  búsqueda que Antonio Gramsci llevó a cabo en el Turín obrero, después de la primera guerra mundial.

Dos grandes paradojas. Por un lado, y en primer lugar, el hecho de que, un siglo después de la aparición de las grandes asociaciones políticas y sindicales que asumieron la emancipación del trabajo —sobre todo a través de la redistribución de los recursos en favor de los débiles y de los excluidos— como su objetivo estratégico, dichas organizaciones no hayan alcanzado en este terreno (con o sin ruptura revolucionaria) más que unos resultados relativamente modestos en términos de mayor igualdad y de una más equitativa distribución de rentas. Y que en esos resultados haya influido más el crecimiento impresionante de los recursos globales, que el impacto duradero de la acción reivindicativa de los sindicatos y de la iniciativa legislativa de la izquierda. De hecho, incluso una gran conquista política y social como fue el Estado del bienestar ha estado más marcada, en Europa, por los nombres de un  conservador autoritario como el canciller Bismarck y de un liberal reformador como Lord Beveridge, que por el recuerdo de una gran lucha reivindicativa de los trabajadores destinada a conseguir ese objetivo. Y las normas por las que se rige el Estado del bienestar llevan aún la impronta de las dos personalidades citadas, y no la de los ideólogos del movimiento obrero.

Por otro lado, choca el hecho de que las conquistas más duraderas arrancadas a lo largo de un siglo de luchas obreras y de legislaciones sociales, antes y después del trágico fracaso de los regímenes del «socialismo real», se refieren a algo que la “vulgata” marxista consideraba medios, instrumentos (inevitablemente contingentes e incluso ocasionales), susceptibles de hacer más eficaz la lucha por la redistribución de los recursos y por la reducción de las desigualdades. Me refiero a los derechos fundamentales, individuales y colectivos; a la ampliación progresiva del ámbito de la ciudadanía. Con la circunstancia añadida de que tales derechos de ciudadanía se han detenido por lo general a las puertas del lugar «privado» donde se produce materialmente la prestación de trabajo de las personas contratadas al efecto.

La segunda paradoja para la “vulgata” marxista y socialista consiste en el hecho de que, una vez más, ha cambiado en la sociedad civil, antes incluso que en la esfera de la política (entendida esta como el ámbito de actuación de una categoría separada de personas, que ejercitan una profesión especializada sirviéndose de la maquinaria del Estado), el escenario económico y cultural que había presidido el siglo. El desarrollo de las fuerzas productivas ha cambiado el rumbo al que parecía predestinado, y lo ha hecho antes de «haber agotado todos sus efectos» (lo que contradice uno de los cánones fundamentales de cierta teoría marxista). El «progreso», en definitiva, está una vez más cambiando de curso, sin que por otra parte las «relaciones de producción» —no solo y no tanto las relaciones de propiedad sino, sobre todo, las relaciones de poder— hayan sufrido una transformación de igual importancia, en primer lugar en los lugares donde se producen bienes y servicios.

Resulta difícil (aunque muchos, sobre todo los «neopositivistas» de «derecha» y de «izquierda», lo intentan todavía) dejar de plantearse la pregunta siguiente: ¿cuáles son las raíces de estas paradojas? Y, ya de paso, ¿cuáles son las raíces de esta crisis errática del fordismo y del taylorismo? ¿Solo se debe a la aparición y la difusión de las «nuevas tecnologías» basadas en la informática y en los sistemas digitales de las comunicaciones, en la medida en que estas tecnologías facilitan y demandan una organización más flexible y menos fragmentada de las personas que trabajan? ¿No se deberá también —así lo asumimos nosotros— a una «compresión» y una desarticulación, insostenibles a la larga, del crecimiento cultural y civil de los recursos humanos y de las potencialidades creativas que todavía siguen inscritas en los genes de las fuerzas productivas cuyo desarrollo habría tenido que conducirnos a los umbrales del socialismo?

Pero si admitimos como cierta, aunque sea solo parcialmente, la segunda de las respuestas posibles, ¿no deberíamos entonces pensar que también antes, en años más lejanos, fueron posibles otras vías para la valorización del trabajo y de su papel creativo? ¿Acaso no se dieron, antes del inicio de la decadencia del sistema taylorista y fordista —esa gran «racionalización» del trabajo, de la sociedad y del Estado—posibilidades, descartadas y sin embargo siempre abiertas, de situar el trabajo concreto en todas sus formas (tanto la prestación del trabajo y los derechos de la persona en la prestación del trabajo, como las relaciones que se definen entre los hombres y las mujeres cuando organizan y dividen el trabajo) como una de las grandes cuestiones centrales de la polis, de la política y de la ciudad, entendida esta como el lugar sin límites donde se definen las relaciones que tutelan y vinculan a tantos seres diferentes que viven en comunidad?

Responder esta pregunta y explicar las causas profundas que han llevado a los movimientos reformadores de occidente a evitar plantearse ese interrogante, nos lleva inevitablemente a  tratar de entender las razones de la extraordinaria influencia hegemónica (sobre todo en el plano cultural, pero desde luego también con la ayuda del endurecimiento de las características opresivas de la relación de trabajo subordinado) que grandes revoluciones sociales, como lo han sido el taylorismo y el fordismo, han ejercido no solo en el mundo de la empresa, en las clases dominantes y en su personal político, sino también (y en un momento determinado de forma muy especial) en el movimiento socialista y en los movimientos sindicales de todos los países industrializados.

Ha sido una gran «revolución pasiva», según término acuñado por Gramsci, y sin duda ha tenido como objetivo fundamental las clases sociales subalternas, pero ha encontrado además sus «pífanos» y sus apologetas en numerosos intelectuales que en diversos momentos ligaron sus destinos y sus suertes a la «misión histórica» de la clase obrera.

En la pista de esos interrogantes investigaremos, precisamente a través de Gramsci —que representó sin duda, por lo menos en Italia, el testimonio más elevado, más complejo y más sufrido y consciente de esa «revolución pasiva»—, alguna explicación posible (que será, ciertamente, “a toro pasado”) de otra paradoja aun, la tercera que provoca esta investigación: la representada por el hecho de que una revolución social y cultural madurada por «intelectuales del capital» en el corazón de la sociedad civil («desde abajo» se decía entonces), como fue el taylorismo, vino a marcar el tránsito, ante todo en la cultura del movimiento socialista, hacia un redescubrimiento del papel taumatúrgico del Estado, como fuente de legitimación de la organización de la sociedad, y como «motor» de la historia. Y, finalmente, el tránsito al redescubrimiento de la «política en el Estado», como momento creador de la misma sociedad civil.



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