jueves, 28 de febrero de 2013

INSISTIENDO EN LA «REFUNDACIÓN DEL SINDICATO»


El otro día iniciamos el primer artículo de una serie sobre lo que Ignacio Fernández Toxo denomina  la «refundación del sindicato». En un principio intentaré, incluso asumiendo el riesgo de desorden expositivo, abordar los temas de manera fragmentaria con la idea de que finalmente todo ello pueda converger en algo orgánico. Pero también hay en esta forma expositiva una cierta picardía: recordar a los amigos, conocidos y saludados que la importante propuesta del primer dirigente de Comisiones Obreras no es (sobre todo, no puede ser) un concepto mediático desprovisto de chicha. En esta ocasión abordaré la relación entre «refundación del sindicato» e «independencia sindical».

 

Es un hecho que históricamente (en concreto en la mayor parte de la biografía del sindicalismo) se ha dado una supeditación de éste con relación al partido político, de ahí que la autonomía sindical estuviera reducida a unas cuantas parcelas que, aunque importantes, no negaban la premisa mayor. Más adelante (no es cuestión aquí de poner fechas) se fue abriendo el camino de la búsqueda, siempre fatigosa, de la independencia. Los sindicalistas de mi generación fuimos abriendo una brecha en ese sentido con un proyecto (incompleto) de investigación de ruptura de amarras que comprendía incluso ciertas normas estatutarias como, por ejemplo, la incompatibilidad de que recayeran en la misma persona determinadas responsabilidades políticas, institucionales y sindicales. Esta norma, que en un principio no fue muy popular y que fue desigualmente seguida, está ya –según mis referencias--  plenamente asumida y aplicada. En todo caso, la fase que vivimos los sindicalistas de mi quinta en lo que denominábamos la relación entre «partido» y «sindicato» fue de tensión creativa y de coexistencia o, en otros casos, de conllevancia entre prácticas independientes o de supeditación a la vieja escuela. Sin embargo, la tendencia estaba marcada en la práctica hasta llegar a la plena asunción de la independencia del sujeto sindical. Más todavía, el sindicato fue asumiendo toda una serie de intervenciones (con prácticas negociales propias) en materias anteriormente reservadas en exclusiva a los partidos políticos, tales como una serie de materias en el escenario del Estado de bienestar.

 

Ahora bien, como no hubo un momento concreto (un día D y una hora H) de proclamación de la independencia del sindicato –cosa lógica, por otra parte— aquello no concitó una reflexión. No se trataba, ciertamente, de un debate metafísico, pero sí de algo de esta guisa: ya que esto (la independencia sindical) es una parcial, aunque relevante, «refundación», ¿cómo actuar en este nuevo eje de coordenadas? Para el sindicato, en la nueva situación, lo importante no fue el verbo sino la práctica. Bien hecho, me digo.

 

Ahora, por otra parte, el desafío que ha lanzado Toxo es el momento de recordar que la «refundación del sindicato» se plantea en el contexto de la mayoría de edad del sujeto sindical: la criatura, aunque tarde, se ha emancipado de la casa paterna (o materna).  Una emancipación que, además, debería propiciar una mayor acumulación de prácticas participativas, un mayor carácter de sujeto extrovertido: una democracia próxima. Con normas y reglas obligatorias y obligantes.             

 

martes, 26 de febrero de 2013

LA «REFUNDACIÓN DEL SINDICATO»


Hace  meses que Fernández Toxo planteó la necesidad de «refundar el sindicato». Y precisamente ayer publicábamos en este mismo blog un artículo del amigo Riccardo Terzi, dirigente del Sindicato de Pensionistas de la CGIL, orientado en la misma dirección: La representación sindical como conflicto en el espacio democrático, donde nos hablaba que este era un proyecto de Antonio Pizzinato durante su breve mandato como secretario general de la confederación italiana. La necesidad de un proyecto tan ambicioso se explicaría, a mi entender, por los siguientes motivos: 1) el paradigma ha cambiado radicalmente desde mediados de los años ochenta del siglo pasado donde el viejo fordismo ha ido derrumbándose; 2) la incesante reestructuración-innovación de los aparatos productivos; 3) la acelerada globalización… Todo ello ha generado una serie de novedades en el trabajo (o más bien los trabajos), en la condición asalariada y en las necesidades del conjunto asalariado. Más todavía, los ataques sistemáticos contra el universo de los derechos sociales y la ofensiva contra el Estado de bienestar exigen, además y sobre todo, la «refundación del sindicato» que en su día reclamara Pizzinato y que, en estos momentos, demandan Toxo y Terzi.

 

Al menos para nosotros, españoles, esa gran operación nos coge en un momento adecuado: una envidiable unidad de acción sindical, una considerable estabilidad en las estructuras sindicales y los importantes procesos de movilización en curso. Es, pues, un momento oportuno para empezar los pespuntes de ese proyecto. En lo atinente a CC.OO. la cosa parece, también, de lo más oportuna: se trataría de ver qué indicios y apuntes existen en lo aprobado en el reciente congreso para ir, gradualmente, refundando el sindicato.

 

En todo caso, y como golpes de brocha gorda, me planteo los siguientes interrogantes.

 

n       ¿Es posible un proyecto de esta envergadura que no contemple, a su vez, la «refundación» de las estructuras sindicales supranacionales?

n       ¿La refundación implica unas nuevas formas de representación dentro y fuera de los centros de trabajo?

n       ¿La refundación exigiría un golpe de timón en los objetivos y características de la negociación colectiva y las políticas de concertación?

n       ¿Esta ambiciosa operación debería reflexionar y proponer nuevas formas del ejercicio del conflicto social, no alternativas a las tradicionales sino complementarias?

 

 

Y, por último, en estos golpes de brocha gorda: ¿no sería de obligada referencia un debate a calzón quitado sobre las características del dirigente sindical? Esto es, de qué manera accede a los puestos de responsabilidad. Reconozco que este es un tema que no concita muchas amistades, pero resulta que la propuesta es «refundar» el sindicato, y esto –parece claro— son palabras mayores. Y palabras mayores son, de igual modo, que todas las variables que compongan la función del refundar sean compatibles entre sí. Porque, como alguien ha dicho, un proyecto no es un zurcido de retales.

 

Doy por sentado que la refundación de la ciudad confederal no es coser y cantar, ni tampoco se hace en un plis plas. Es un proceso no lineal, con sus avances y tartamudeos, que siempre debería contar con la correspondiente verificación en su itinerario, aplicando el viejo método de acierto y (corrección del) error.

         


lunes, 25 de febrero de 2013

LA REPRESENTACIÓN SINDICAL COMO CONFLICTO EN EL ESPACIO DEMOCRÁTICO


Nota editorial. Hace días el maestro Umberto Romagnoli nos hacía una serie de planteamientos en LA LEY SOBRE LAS DOS CIUDADANÍAS. UN TEXTO DE UMBERTO ROMAGNOLI.... Riccardo Terzi, a su vez, dice la suya. 


Riccardo Terzi

Uno de los efectos más inquietantes del gran transtorno político de este cruce de siglos está en que todo nuestro vocabulario está subvertido y que cada palabra debe ser redefinida, reconquistada, restituida a su significado. Incluso las palabras más simples, en apariencia más obvias, se han convertido en un campo de batalla y se arriesgan a deslizarse hacia la retórica o a la irrelevancia. 

El esquema clásico que ve contrapuestos los dos campos de los progresistas y los conservadores no tiene ya utilidad alguna, ya sea porque la derecha actual no es tradicionalista sino que se propone como fuerza motriz de la innovación, ya sea porque no está claro que puede significar la palabra «progreso» al haberse desvanecido la ilusión de un camino ascendente y progresivo de la historia. Lo que parece evidente es sólo la fuerza de la técnica, su incremento como potencia que se mantiene totalmente opaco e indiferente a cualquier objetivo político. 

En esta confusión general de la lengua se abre camino la maniobra más agresiva. Con ella se quiere ajustar  definitivamente las cuentas con el pasado, a saber, que la misma distinción entre derecha e izquierda ha perdido todo su significado y están fuera de la realidad todas las representaciones ideológicas en las que se basaba aquella diferencia. La verdadera derercha de hoy es ésta: la del pensamiento que niega las diferencias, la que todo lo aplasta sin mantener abierta una brecha entre lo real y lo posible. Es la ideología más extrema y absoluta porque dice ser la realidad, es la rendición del pensamiento a la desnuda materialidad de los datos.  Toda la complejidad de lo real acaba siendo reducida y lo que se mantiene en pie sólamente es la gobernabilidad del sistema, su eficiencia. No hay problemas a resolver, sino técnicas que adoptar. Es la llegada del hombre unidimensional, como había intuido Marcuse. Quien dice «ni derecha, ni izquierda» es la encarnación de esta lógica, de esta metafísica de la resignación y la adaptación. Con ella se quiere quitar incluso el derecho de existir a la izquierda.   

Para soportar este impacto, que se despliega con la violencia terrorífica del sentido común, debemos reinventar nuestro lenguaje y, así, hacer nuevamente visibles los rechaces, las diferencias, las alternativas, los conflictos. De hecho, la palabra tiene sentido sólo si su afirmación es también, al mismo tiempo, una negación; si ella señala un límite, una discriminación, una oposición.  

¿Por qué he situado esta premisa?  Se me ha pedido que hable de la representación, pero no es posible hacerlo si la palabra misma no es investigada a fondo en su significado; si no viene liberada de todo la trama de las distorsiones y de las banalidades del discurso político-periodístico al uso.  La representación tiene sentido en su relación con otros dos conceptos fundamentales: el conflicto y la democracia. Siempre es una buena regla la búsqueda de las aproximaciones, de los nexos que ligan uno y otro concepto. Por ello, se puede decir que la representación es la práctica del conflicto en el interior de un espacio democrático organizado. Y ella puede existir sólo si está dentro de esas coordenadas, sólamente en el cuadro de una sociedad pluralista que reconoce las diferencias y las deja actuar líbremente en su recíproco movimiento y en su conflicto. Está ahí, en esa visión abierta y dinámica de la sociedad, el gran alcance histórico de la modernidad que liquida el antiguo ordenamiento jerárquico y autoritario, entendiendo el orden como el resultado de la libre relación de las fuerzas en campo, como un punto de equilibrio que siempre es móvil y abierto a diversas combinaciones.  Ahora bien, este marco teórico y conceptual es el que hoy está en discusión, porque al pluralismo de las ideas y de los intereses se le sustituye por la univocidad y la presunta objetividad del paradigma económico dominante  que no admite alternativas, por lo que la democracia misma queda confinada en el interior de un perímetro rígidamente trazado, más allá del cual solo hay espejismos o, peor aun, subversión. Así, la democracia está puesta bajo vigilancia y una nueva casta de custodios de la ortodoxia tiene la obligación de garantizar la capacidad y coherencia del sistema. Hemos sido aplastados a este cepo, político e ideológico del poder, no sólo por la virulancia del ataque sino también porque muchos, demasiados, en la izquierda han tenido la ilusión de poder cabalgar por la senda de la modernización, de guiarla y plegarla a sus propios fines. Si no nos decidimos a hablar también de nuestras responsabiliades, todo el discurso queda incompleto y privado de toda eficacia.

Ahora bien, en este universo cerrado y compacto que no deja espacio para ninguna alternativa, no hay nada que representar. Sólo puede haber una lógica de tipo corporativo y poder cultuvar algún resquicio de poder. Decisionismo político, de un lado, y corporativización del cuerpo social, por otro lado, es la salida lógica de todos los procesos políticos e ideológicos en curso. La agenda política es una, una sola, y ella está referida sólo a los instrumentos de manutención del sistma, se refiere sólo a los medios, estando excluído todo discurso sobre los fines. Todos los cuerpos sociales, en este contexto, son sólamente segmentos parciales, y su espacio posible no es el del proyecto sino la enmienda; su vocación no puede ser el conflicto sino la participación pasiva en un juego que otros han decidido.

La negación del conflicto, puesto abiertamente a la luz, no es otro que el de la esencia misma del pensamiento autoritario tal como nos enseña toda nuestra historia pasada, donde siempre el poder despótico se rige bajo los valores de la jerarquía, el orden, unidad nacional, contra las turbulencias y las incertidumbres de la democracia, contra su relativismo, contra toda forma de pluralismo organizado. Es ahí donde el tema de la representación aparece en toda su pregnancia, no como un detalle marginal sino como una posible fuerza de choque que pone en entredicho el sistema de poder.

Pero, ¿cuál puede ser el espacio, el horizonte para un sujeto social que no se resigne a la lógica de la enmienda corporativa? Todas las palabras de nuestra tradición se han cubierto de polvo y suenan a falso, a retórica, a nostalgia. ¿Cómo podemos llamar a lo que somos, a lo que queremos ser?  Tal vez sea necesario hacer hablar no a las palabras sino a los hechos, y las palabras vendrán de por sí, como la forma donde está un nuevo contenido. Ante todo, hablo ahora del sindicato, pero se trata de un discurso que tiene una validez más general porque la sociedad tiene una necesidad de representación.  Una sociedad sin representación, sin sujetos colectivos organizados se convierte en el terreno de conquista para toda clase de aventureros y demoagogos. 

El sindicato

Para el sindicato el punto esencial es si consigue plenamente dar forma a la autonoma subjetividad del mundo del trabajo. Lo que quiere decir representar una alteridad, un elemento de tensión, no en nombre de una ideología alternativa sino con una relación inmediata y viva con las demandas, individuales y colectivas, de la experencia de vida concreta de las personas. No se trata de organizar la «izquierda» sindical», de forzar en sentido político el campo de acción del sindicato sino, ante todo, de hacer emerger la fuerza de su autonomía, de su naturaleza de sujeto social que tiene una lógica diversa con respecto a la política. 

Lo que hoy aparece es una situación de incertidubmre y ambigüidad con un sindicato dividido y oscilante, y estas mismas divisiones parecen estar producidas por el juego de las diferentes pertenencias políticas, con una caída general del nivel de autonomía.  Es también un efecto de la forzada «bipolarización» de todo el sistema político, por lo que toda la complejidad social aparece simplificada y encuadrada en el mecanismo de la competición bipolar; y todos los espacios son ocupados, colonizados, drenando cualquier forma de autonomía. Es una trampa de la que debe salir rápidamente el sindicato con el objetivo de hacer visible su autónoma función social. Y la autonomía tiene en sí, necesariamente, el momento del conflicto porque aquella expresa un punto de vista que es, sin embargo, «otro» con respecto a los equilibrios político-institucionales. 

¿De qué conflicto hablamos? No se trata, en absoluto, de imaginar el acontecimiento mítico de una revuelta general contra el sistema. Más bien, en la espera siempre frustada de ese acontecimiento, acabamos por ser paralizados e impotentes.  El conflicto es aprehendido no sobre el terreno de una filosofía de la historia sino en los infinitos pliegues de la vida cotidiana, como un dato de la realidad, como una tensión permanente que está en la naturaleza de las cosas, como un fermento sobre el que hay que construir, sucesivamente, nuevos niveles de consciencia y organización. A pesar de toda la violenta ofensiva ideológica desplegada, la realidad social no está, en absoluto, pacificada, normalizada sino que es un campo de inestabilidad e inquietud atravesado por las más variadas contradicciones. En la sociedad se encuentra el impulso hacia un nuevo orden, la exigencia de una estructura, de una forma solidaria, contra los efectos desagregadores del mercado libre.    

Se trata, pues, de meterle mano a un trabajo no excepcional sino cotidiano, en el interior de las cosas, en medio de las contradicciones reales, con una obra paciente de organización y selecciones de los objetivos posibles. Podríamos hablar de práctica reformista, si esta palabra no estuviese tan vergonzosamente lisiada. Sobre estas premisas se puede dibujar, me parece, una línea de gran ductilidad y libertad sindical, combinando e integrando entre ellas los dos momentos del conflicto y la mediación con la capacidad de decir, de vez en cuando, nuestro sí o nuestro no, fuera de las lógicas de la política y de sus chantajes sin que el sí o el no se conviertan en un banderín ideológico. 

Sobre el sindicato ha caído una violenta ofensiva meditática,  expresando en substancia, que la prueba de su responsabilidad nacional consiste en una declaración de dejación en nombre de los intereses superiores de la nación. Si el sindicato resiste –si dice no--  entonces eso es la señal de que está preso de las viejas ideologías, o sea, es conservador, corporativo, irresponsable.  Es particularmente la CGIL, y todavía más la FIOM, el objeto privilegiado de esta campaña antisindical. Es del todo evidente que hemos de mandar al diablo toda esta congregación de comentaristas alquilados. Pero, una vez completada esta sana operación de exorcismo espiritual, quedan los problemas y la urgencia de un profundo repensamiento crítico de la situación sindical. 

Si hacemos una valoración de largo recorrido, a partir de los años ochenta, son evidentes los atrasos, los fracasos, y entonces no salen las cuentas. No podemos interpretar todo este proceso como si se tratase de una conjura de la historia, ni podemos limitarnos a exhibir el trofeso de nuestras gloriosas batallas. Lo que cuenta al final es el resultado del todo el proceso histórico; y este resultado nos habla de una derrota. Pero una derrota no puede remontarse si se evita el tema de la responsabilidad, de los errores, si no nos decidimos a ejercer el espíritu crítico con toda su necesaria dureza hacia nosotros mismos. 

Situar la derrota, investigarla, interpretarla en todos sus pasajes sería ya un paso extraordinario adelante. Pero esta operación de verdad será posible sólo si se crean las condiciones de una discusión libre, abierta, desprejuiciada; si representa un salto cualitativo en la vida democrática de la organización. Ya he subrayado el nexo inseparable entre representación y democracia, y eso vale tanto en relación a la estructura política e institucional como a la relación entre representantes y representados, que siempre debe ser abierta, de manera fluida, en las dos direcciones de arriba hacia abajo. Hay democracia allí donde existe circularidad del proceso sin impedimentos, sin barreras democráticas. Bajo este perfil, en la historia de toda gran organización de masas, se alternan los momentos ascendentes, creativos donde toma cuerpo el empuje participaptivo y los momentos de estabilización, donde el orden burocrático frena el barlovento. Siempre es un equilibrio inestable y toda esta dialéctica hay que verla con realismo en sus diversas etapas, en su relación con las diversas situaciones históricas.      

Lo que intento decir es que, en las condiciones actuales, donde se necesitaría el máximo de esfuerzo creativo para salir de la crisis, la burocratización de la estructura es un mecanismo de freno que impide todo tipo de desarrollo. El espíritu conservador tiene su justificación cuando se trata de garantizar lo que funciona en un sistema, pero es totalmente contraproducente en los momentos de crisis en los que se precisa  innovación, renovación, esperimentación de nuevas formas. En estos momentos, no hay nada más imprudente que la prudencia. 

Por estas razones me parece  de una gran madurez la exigencia de un repensamiento profundo del modo de ser del sindicato y del funcionamiento de sus estructuras organizativas. Es muy actual el lema de la «refundación» del sindicato, que planteó Antonio Pizzinato en su breve experiencia de Secretario general de la CGIL. Por ello, no hay dudas de que debemos liberar, hoy, fuerzas, energías y espíritu crítico. No tengo soluciones preciesas que proponer, pero advierto que, cada vez más, del fuerte malestar por un sistema que premia la fidelidad y no la autonomía, la observancia de las reglas y no la creatividad, la estabilidad de la organización y no su renovación.

Para un sindicato que ponga en el centro su autonomía y su enraizamiento social, es necesario promovier una nueva figura de sindicalista que esté totalmente proyectada en la materialidad de las condiciones sociales, en el análisis de los procesos y en la gestión de los conflictos, sin estar esperando el primer tran político que pase Es la pirámide jerárquica lo que está oxidado:  hay que valorizar quien está en primera línea, en contacto directo con la realidad y es necesario redimensionar todas las superestructuras burocráticas que componen una máquina demasiado peada, centralizada e a menudo ineficiente. 

Con este mismo criterio hay que  repensar los procedimientos de composición y selección de los grupos dirigentes en sus diversos niveles. Si los partidos han inventado las primarias y esta innovación ha introducido un poco de vitalidad en una estructura atrofiada, también las organizaciones sindicales necesitan inventar formas de su propia democratización interna.

Enfin, frente a la presión para enclaustrar el sindicato en un angosto espacio corporativo hay que responder con un esfuerzo por ampliar el terreno de juego, ocupando nuevos espacios para aprehender en toda su complejidad las demandas sociales, no sólo en el trabajo sino en la vida civil y en el conjunto de las relaciones sociales.   Cuando se habla de la «centralidad estratégica del territorio», creo que se quiere decir un cambio hacia una visión más amplia y sistémica de las necesidades sociales que intentamos representar.  Pero, hasta ahora, todo ello se encuentra en un estado embrionario, con algunas genéricas afirmaciones de principio y con experiencias concretas todavía demasiado fragmentarias y, quizás, discutibles. El territorio no es la clausura localista, no es fragmentación de los derechos de ciudadanía sino el campo en el que todos nuestros objetivos (trabajo, welfare, calidad de vida) toman cuerpo y se abren a posibles experimentos. El sindicato es, por su naturaleza, un sujeto de la subsidiaridad  en cuanto que –partiendo de su parcialidad--  persigue objetivos de interés general. En esta perspectiva se pueden explorar nuevos campos de iniciativa sin el temor de aventurarse a nuevos territorios y sin quedar bloqueados por un límite fijado demasiado rígidamente entre negociación y gestión. Si el objetivo es la democratización del sistema, en todos los sectores, sometiendo desde abajo el control de todas las estructuras de poder, entonces debemos tomar muy en serio nuestra función e intervenir a cambo abierto en la vida civil y económica del país.  

[Traducido por José Luis López Bulla. Este artículo saldrá publicado a finales de mes en la revista Alternative per il socialismo]    

domingo, 10 de febrero de 2013

LA DEMONIZACIÓN DE LA CLASE OBRERA


Owen Jones, "Chavs: La demonización de la clase obrera", (Madrid, Capitán Swing, 2012)


Javier Tébar Hurtado. Historiador.

El joven periodista británico Owen Jones publicó el año 2011 un documentado estudio sobre el estereotipo social construido en torno a una supuesta “raza” de clase trabajadora blanca británica, los denominados “Chavs”. Un hombre “animalizado”, como de manera muy acertada muestra el diseño de la cubierta de libro. De hecho, mirándola uno puede pensar si el adolescente fotografiado es un ser humano o un vampiro, imagen tan de moda hoy, por otro lado.

“Chavs” es un término que podría traducirse al español como “Chonis”, “Chandaleros” o “Quillos”. Es decir, jóvenes trabajadores sin oficio ni beneficio, en paro, violentos, consumistas, que tratan con las drogas, sin futuro, en la frontera de la marginalidad. Cabe preguntarse si una gran parte de estos “Chonis” nutren las cifras de ese 55% de paro juvenil español. Esa cifra ha provocado recientemente entre algunos representantes de la burocracia europea declaraciones que sólo pueden considerarse propias del cinismo o bien de la estupidez humana. Y las dos alternativas son igual de desalentadoras… Algo que no evita el sonrojo, por decirlo con un eufemismo, que deberían mostrar las autoridades españolas ante esta situación que apunta más allá de un fenómeno coyuntural.

El libro de Jones constituyó un fenómeno editorial y tuvo un importante impacto público, que coincidió con los episodios de violencia que se produjeron especialmente en Inglaterra durante el verano de aquel mismo año. El pasado 2012, la editorial madrileña “Capitán Swing” apostó por su traducción y lo ha publicado en su colección “Entrelíneas”. Añadió el epílogo a la segunda edición inglesa, en la que precisamente se examinan el trasfondo de aquellos estallidos de violencia protagonizados por los jóvenes en diferentes ciudades del otro lado del Canal de la Mancha, cuando todos los analistas solían identificarlos como propios de los disturbios en las banlieus de las ciudades francesas. Entonces hacía poco más de un año que el bisoño David Cameron había sido nombrado primer ministro tory gracias al apoyo crucial del Partido Liberal de Nick Clegg. Formando esa extraña pareja, presentada en un primer momento como una especie de remedo british style de los hermanos Kennedy, jóvenes e inteligentes, ambiciosos.

En Chavs se examina el proceso por el cual la clase trabajadora, considerada hasta los años setenta poco menos que «la sal de la tierra», ha pasado a ser retratada por la mayor parte de los medios de comunicación y por los dirigentes de la clase política británicos como la «escoria de la tierra». El itinerario de sus análisis recorre los últimos treinta años de la historia británica. Arranca con la los prolegómenos de la “revolución thatcheriana” (1979) y llega hasta nuestros días, pasando por el extinto “Nuevo Laborismo” de los noventa y la nueva vuelta al poder de los toriescon su victoria electoral en mayo de 2010.

A partir de la “revolución neoconservadora” iniciada a finales de los años setenta, la destrucción del tejido industrial por la que apostó Margaret Thatcher (durante mucho tiempo presentada como la “hija de un tendero”, pero, en realidad, producto de clase conservadora británica y estrechamente relacionada con su élite también a través de su marido, un ejecutivo de empresas petroleras), favoreció a la City londinense. La opción llevaba implícita la desarticulación de las comunidades de la clase trabajadora en las ciudades industriales. Asimismo, causó un destrozo irreparable en las instituciones, de larga tradición, de la clase trabajadora. Entre ellas, en los sindicatos, contra lo que se desató una campaña feroz y descarnada, con el objetivo de aniquilarlos. Pero también de sus condiciones materiales, formas de vida y de trabajo, y de su sociabilidad. Maggie Thatcher planteó desde el principio de su gobierno desterrar el término “clase” –“la clase es un concepto comunista”, dijo en algún momento en 1979. Se perseguía el objetivo de evitar que se pensara en términos de “clase”.

Las razones y los momentos en los que se decidió llevar a cabo la denominada “política de reformas” a partir de entonces son documentados y diseccionados con claridad por Jones, así como las continuidades que tuvo a partir de 1997, con el laborista Tony Blair como primer ministro. Blair es una figura política que, por el carácter zigzagueante de su trayectoria pública, también merece un comentario: nada más terminar la carrera de derecho en Oxford, se afilió en 1975 al Partido Laborista, convirtiéndose un año más tarde en abogado especializado en derecho sindical y a partir de 1983 formó parte del radical "Sindicato del Obrero" en Edimburgo, por supuesto, antes de descubrir la “Tercera Vía”. La ensoñación blairiana de hacer copia del original del “neoliberalismo” tuvo sus consecuencias no sólo sobre el final del “nuevo laborismo” en un episodio de derribo, sino también sobre la sociedad británica.

La colusión de la élite política y de la prensa afín estuvo servida durante estas tres décadas. La desigualdad impulsada por el thatcherismo continuó ensanchándose a partir de 1997. La clase dirigente, con el apoyo de gran parte de los medios de comunicación, legitimaron esta política. Se decretó, por tierra, mar y aire, que todo el mundo era de “clase media”. En realidad, durante treinta años las variaciones sobre los mismos temas fue predominante en el debate político público: las madres solteras, “irresponsables y vagas”, fueron públicamente dilapidadas por losmass media; los jóvenes trabajadores de los barrios obreros fueron demonizados, presentándolos como “Chavs”, como “escoria”, sin trabajo, violentos; los alquileres sociales fueron el blanco del ataque de políticos y periodistas, como espacios habitados por estas figuras sociales; las prestaciones sociales fueron el blanco de la crítica y derrumbe del sistema de protección social y el Welfare State; los trabajadores de la Administración pública fueron anatemizados como un gasto superfluo o un lujo asiático. El xenófobo Partido Nacional Británico, encontró un filón electoral en la oposición a la inmigración. No sé si la música, pero toda esta letra nos suena mucho y es muy cercana...

En definitiva, el libro de Owen Jones ofrece serios argumentos sobre la forma en las que la clase dirigente y los mass media en Gran Bretaña han legitimado a lo largo de los años una política de clase, utilizando la manida falacia de presentar la “parte” como el “todo”, demonizando a la clase trabajadora a partir de la construcción de un estereotipo denominado “Chav”. Desde 1979 en la política británica han proliferado aquellos que han negado permanentemente la existencia de la “clase” como elemento fundamental de las fracturas sociales, y, sin paradoja aparente, se han constituido al mismo tiempo en los principales “luchadores de clase”, de la suya, por supuesto. De manera que, como sostiene Jones, “la demonización de la clase trabajadora es el conquistador que se burla del conquistado”. Ante ello, el autor plantea como necesaria la alternativa de una nueva “política de clase” desde la izquierda social y política británicas.

En las turbulentas y encenagadas aguas del Reino de España también es fácil encontrar ecos de aquellos pasos dados en Gran Bretaña durante las últimas décadas. Cuando Joan Rosell, presidente hoy de la CEOE, declaraba públicamente hace dos días que a los funcionarios se les envíe a casa para no gastar papel y teléfono, no hace más que repetir lo que un provinciano ha oído en alguna reunión en el extranjero, tal vez haya leído alguna de las declaraciones de conservadores como Norman Tebbit, Geoffrey Howe,… Cuando Soraya Sáenz de Santamaría, hace tan solo unas semanas aparece en los medios, haciendo pucheros, y ofrece la solemne y huera declaración según la cual las personas “tienen derecho a fracasar”, al referirse a los miles de ciudadanos desahuciados en nuestro país, lo que hace es repetir como un loro bien adiestrado algo que en 1985 ya formuló el original de esta versión de “revolución neo-conservadora”, cuando Thatcher hizo la cínica y fatídica declaración según la cual: “No existe una cosa llamada sociedad. Hay hombres y mujeres individuales, y hay familias”. Los males propios los provocan los individuos, así mismos y a la sociedad. La sociedad, concebida como estanca y jerarquizada, en el imaginario de la confortable “clase media”, recibe los embates de unos miles de inútiles y, aunque sea contradictorio, astutos gorrones que no saben ni quieren triunfar porque no aceptan vivir en y bajo el capitalismo. La política consiste en defenderse de ellos.

Todo parece indicar que en nuestro país no sólo hay crisis económica y financiera, social e institucional, si no que existe una evidente y larga tradición de ausencia de ideólogos originales. Sigamos, pues, con las copias, mejorar el desastre producido en otros lares no será difícil, se nos da bien y entre algunos incluso despierta vocaciones ocultas…

* * *

La editorial Capitán Swing merece un comentario aparte. Es meritoria la iniciativa que está llevando a cabo y da muestras de un gran olfato editorial pensando en un público determinado de lectores. Una virtud escasa entre las editoriales de gran prestigio del país, convertidas en aquello que Julio Camba llamaba “mataderos de Chicago” para referirse a la vida como fordismo en los EE.UU. de los años veinte y treinta.

En 2013 ha aparecido en la misma editorial Abraham Lincoln & Karl Marx, Guerra y emancipación (17 €), una recopilación de necesaria, cuando no de imprescindible lectura para poner ojo avizor en otros debates actuales, cuya presentación va a cargo de Andrés de Francisco con una introducción de Robin Blackburn, y de la que Antonio Lastra, Javier Alcoriza y el mismo Andrés de Francisco han hecho su traducción del original. Capitán Swing además de “Entrelíneas”, ha abierto otras colecciones, como “Historia Profana”, dedicada a obras clásicas de la historia (Maquiavelo a Engels, pasando por Henri Pirenne), y a literatura y ensayo como las colecciones “Polifonías” e “Inclasificables” (vale mucho la pena echarle una ojeada: http://www.capitanswinglibros.com/portada.php)

jueves, 7 de febrero de 2013

LA FASCINACIÓN DEL SINDICALISMO



Quim González ha escrito en    El oficio de sindicalista una de las cosas más bellas sobre tan noble actividad. Y, a tenor de las lecturas en este mismo blog, de los comentarios en diversos medios (facebook y twitter) se percibe el grado de emoción que ha despertado. Más o menos el mismo que pudimos sentir en el acto del Círculo de Bellas Artes (Madrid) cuando Quim pronunció su discurso.

 

Ahora bien, el oficio de sindicalista [oficio proviene del latín opificium, derivada de opificis ‘artesano’, que se formó, a su vez, mediante la yuxtaposición de opus ‘obra’ y facere ‘hacer’] nos remite necesariamente a la obra, esto es, al sindicato. De donde la relación entre el elogio al sindicalista es de cajón que se engarza con el hacer del sindicato. Quim González, así pues, está hablando en su discurso de lo que podríamos llamar la fascinación del sindicalismo.

 

¿Qué es la fascinación del sindicalismo? Aproximadamente esto: una actividad cotidiana que no admite espera; que te empuja a un ajetreo constante; que impulsa a que centenares de miles de personas sean de otra pasta. Solidarios y organizadores de la solidaridad: éste es el ethos de esas gentes que quieren transformar el trabajo asalariado en una actividad cotidiana, que no admite espera ni dilación.  Esta es una seña de identidad que la distingue desde sus orígenes hace ya más de doscientos años.

 

Casi nada: más doscientos años. Han aparecido y desaparecido formaciones políticas y determinados movimientos sociales, pero ahí está –ahí está viendo pasar el tiempo como la calle de Alcalá— el sindicalismo. Para entendernos: desde Beethoven a nuestros días pasando por Thomas Mann y Einstein.  Hasta donde mi conocimiento me alcanza, poco se ha estudiado la razón de esta perdurabilidad en el tiempo. De ahí que yo apunte a lo que denomino la fascinación del sindicalismo que contagia a las personas que ejercen esa actividad, ese «oficio» al que se refiere Quim González.

 

Una entrega colectiva de millones de personas de todo el mundo, de la que es un pálido reflejo los  200 años de compromiso del sindicalismo europeo.  Y, por supuesto, no olviden que la palabra sindicalismo viene del griego Συνδηκου, síndico: el  término que empleaban los griegos para denominar al que defiende a alguien en un juicio, el que protege. Genio y figura. 


Radio ParapandaEL SINDICALISMO ESPAÑOL, HOY