viernes, 4 de enero de 2013

(1) DEBATE SOBRE EL MODELO EUROPEO DE EMPEORAMIENTO DE LAS CONDICIONES DE TRABAJO




Nota editorial. El debate abierto con motivo de EL MODELO EUROPEO DE EMPEORAMIENTO DEL TRABAJO tiene hoy como protagonista las opiniones autorizadas de un viejo amigo y asiduo colaborador de este blog.

 

Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.  


¿ES AÚN POSIBLE ESE ESCENARIO DISEÑADO POR GARIBALDO Y SUS AMIGOS?

1. Usando la querida expresión del puto amo de este blog (por la reiteración con que la emplea es ya más suya que de Vargas Llosa) cabrá preguntarse eso de “¿cuando se jodió el Perú, Zavalita?”. ¿Cómo ha sido posible que los instrumentos emancipatorios que nos legaron nuestros mayores estén tan hechos unos zorros que nos da grima pasarlos a los más jóvenes? (es más: mucho sospecho que éstos ya no los quieren, ni regalados).

Podemos buscar muchos culpables. Porque hay muchos culpables, empezando por nosotros mismos. Pero, vindicaciones a parte, la gran cuestión es si esos instrumentos son útiles a las nuevas generaciones en la ingente labor que les viene encima para empezar a reconstruir la civilidad democrática. Porque aunque la izquierda institucional se niegue a reconocerlo –y cada vez estoy más convencido que es ahí donde reside uno de los principales problemas- ya no se trata de “adaptar” nada, sino de “reconstruir”. Por tanto, que esos instrumentos de liberación históricos ya no sirven y hay pensar otros nuevos. De hecho, “lo nuevo” está surgiendo en ese magma deshilvanado y muchas veces incoherente que llena las calles en muchos lugares de Europa y del mundo. Un nuevo y saludable camarada fantasma.

“Lo nuevo” está conformado esencialmente por gente joven –aunque, paradójicamente, no muy joven-. Y, como tal, tiende a volver a pensar que la historia empieza con ellos, lo que merece las críticas de la “izquierda instalada” (y con esa expresión no me refiero sólo al PSOE o a IU o ICV, sino a toda la izquierda tradicional en sus distintos pelajes, incluyendo a los sindicatos), renuentes en la práctica a olvidar los discursos tradicionales y, aunque no se diga, también los mecanismos, cuotas e instrumentos de poder vigentes. “Lo nuevo” ocupa las calles y tiene un discurso esperanzador pero aún inconexo. “Lo viejo” ocupa las instituciones –no sólo las “oficiales”-, las distintas estructuras de poder –y no hablo del “Poder”, con mayúsculas- y su discurso está caduco. No puedo dejar de hacer mención de un hecho que me parece significativo: entre “los nuevos” se encuentran, muy activos, los llamados “iaiosflautas”. Pues bien, si se miran las caras que los conforman podrán comprobar como muchos son políticos de izquierdas y sindicalistas ya retirados de primera línea.

Con todo, quizás habría que preguntarse qué pinta en medio de ese rifirrafe dialéctico el factor trabajo. Porque tengo la impresión que todos olvidan –postmodernismo obliga- que el trabajo ha sido, es y será el eje vertebrador de la civilidad y que debería ser (reitero: “debería ser”, no sea que esta noche se me aparezca para recriminármelo el espectro de Trentin) el principal mecanismo de autoemancipación. Cada vez es más evidente –como tantas veces nos recuerda el puto amo del blog- que el problema de la izquierda instalada es que ha olvidado el trabajo en su discurso. Pero ocurre que “lo nuevo”, también. Sin embargo, los ciudadanos no son sólo tales, son también esencialmente trabajadores (y no estoy aquí utilizando el sentido tradicional de la expresión) Aunque es cierto que la “ciudadanía en el trabajo” parecía estar siendo sustituida por la impronta del neoliberalismo por la añeja “ciudadanía de la propiedad”, el hecho cierto es que la actual crisis económica ha puesto en evidencia la falacia de ese concepto propietarista, aunque les pese a muchos (incluso, también, a amplios sectores de trabajadores).

Todo ello comporta varias paradojas. La primera, que aun con todas sus carencias, el sindicato sea el único instrumento de “lo viejo” que subsiste como mecanismo de alteridad, aunque su discurso haya dejado de ser alternativo (probablemente, no lo fue ni lo debía ser, nunca). La segunda, que “lo viejo” sigue instaurado en la empresa –aunque su discurso sea también “viejo”-, porque “lo nuevo” no piensa en general en lógica de “trabajo”. Y cuando lo hace, se sabe incapaz de ganar consensos en la empresa.

No hay alternatividad posible sin un nuevo concepto del mundo del trabajo (entendido no sólo en el sentido objetivo, sino también como factor social). No hay civilidad sin trabajo.

Más allá del problema generacional de fondo –que existe- parece evidente que la reconstrucción de la civilidad democrática urgiría la unión de “lo nuevo” y “lo viejo”, con todas las dificultades que ello conlleva. Más que nada, porque así se quemarían etapas (pese a todo, los provectos algo tenemos que enseñar a los más jóvenes) Y en ese desiderátum el “trabajo” debería jugar un papel fundamental, porque es la gran baza con la que seguimos contando los que provenimos de “lo viejo”.

2. Sin embargo, habrá que pensar en un nuevo concepto del concepto trabajo. O quizás hacer algo más simple: volver al discurso emancipatorio prefordista y anterior al pacto welfariano. Algo así como lo que ha hecho el neoliberalismo triunfante, con evidentes resultados positivos para sus intereses.

Así, cabrá preguntarse qué plumas se dejó la izquierda en el pacto social de postguerras –en España, el pacto constitucional-. Desde mi punto de vista la respuesta pasa por la dejación de tres grandes elementos motrices de las ideas emancipatorias: el internacionalismo, el control social de la producción y el poder en la empresa.

El internacionalismo, porque el ámbito territorial de dicho pacto tenía fronteras, de tal manera que los derechos conquistados (el mayor trozo de tarta del pastel de la riqueza) se quedaban dentro de las mismas. El control social de la producción, porque se aceptó que fuesen los empresarios los que decidieran, sin ningún tipo de intervención externa, qué se producía y cómo se producía. El poder en la empresa, porque se abandonó el colosal enfrentamiento en esta materia, aceptándose implícitamente el propietarismo dirigente, a cambio de mecanismos –más o menos intensos en función de los países- de participación sindical. Y nótese que no estoy afirmando que esos abandonos fueran traiciones: cualquier contrato tiene contrapartidas para cada parte. Y, ciertamente, en la perspectiva histórica es necio negar que gracias al mentado pacto –aun con crisis y rebajas- los trabajadores actuales viven mucho mejor que sus abuelos.

Súmese a ello la otra cara de la moneda: la absurda servidumbre que aún sigue manteniendo la izquierda “vieja” de la cultura fordista. La aceptación acrítica de que a lo largo de una tercera parte de cada día el trabajador deja de ser un ser humano y se cosifica (lo que, en gran parte, habrá que vincular con la renuncia al debate del poder en la empresa y el control social de la producción)

Parece evidente que si el pacto welfariano ya no está en vigor, la izquierda (“la vieja”, por tanto: la que lo firmó) no tiene porqué sentirse vinculada con el mismo. No tiene ningún sentido que cuando la contraparte ya no aplica sus obligaciones –el reparto más igualitario de rentas- se siga insistiendo en el cumplimiento del mismo, sin, paralelamente, volver a desempolvar los viejos anhelos olvidados. En las actuales circunstancias de la evolución humana –al menos en las sociedades hasta hace poco opulentas- el concepto de paraesclavitud, el trabajo rechina, máxime cuando ya no hay contrapartidas.

La “vieja izquierda” no hace otra cosa que seguir insistiendo en el pacto desde la lógica fordista. Y, paradójicamente, parece que la “nueva izquierda”, en parte, también: obsérvese como se trata, en buena medida, de una reacción de protesta, con escasa propuesta alternativa sobre el nuevo concepto de trabajo.

3. Garibaldo y sus colegas, en el resumen de Rinaldini, sitúan su reflexión sobre dos grandes ejes: de un lado, el “empeoramiento de la salud en el trabajo”, esto es: “el modelo de desarrollo económico y social, que se ha consolidado en Europa, no es el de la democratización del mundo del trabajo y la producción”. Nada que objetar, en tanto que en gran medida coincide con mis previas reflexiones sobre el abandono en el pacto welfariano del control social de la empresa y el debate sobre el poder en su seno. En todo caso debe llamarse la atención sobre el hecho, que señalan los autores, del agravamiento de esos déficits por la disgregación de la empresa por el nuevo modelo de organización de la misma. Es decir, la implosión de la empresa “universal” y su sustitución por la empresa-red determinan que cuando más se baja en la jerarquía interna de ésta, menos calidad democrática hallaremos tanto en los mecanismos de participación (y, obviamente, de condiciones laborales)  Y es ésta una reflexión importante para España, en tanto que –salvo alguna excepción- la mayor parte de empresas red transnacionales aquí situadas están en la “escala baja” de la pirámide.

4. La segunda gran tesis del trabajo es la constatación de cómo Europa –léase: “Bruselas”- se ha ido conformando como el gran mamporrero legitimador de esas tendencias, a partir de la conocida asimetría entre su concepto como espacio económico y social. Es ésa una obviedad conocida. Y esa asimetría es aún más significativa en los últimos tiempos: Europa –“Bruselas” y los gobiernos de cada país, bien sean en manos conservadoras o socialdemócratas- siguen insistiendo en el –falso- paradigma de la asepsia de la doctrina económica al uso. Zapatero alguna cosa sabía de eso. Algo que ha ocurrido en prácticamente todos los países del orbe-¿incluso en China?-: FMI obliga (1).

Pero en el ámbito europeo el problema es más grave, como bien apuntan los autores: la asimetría y la cesión de soberanía nacional determina que buena parte de las políticas económicas –y sociales- sean determinadas por estructuras burocráticas de supuestos técnicos –claro: también “asépticos-, que nadie ha votado. Y ello es especialmente significativo en el ámbito del espacio euro. En otras palabras, los ciudadanos de un país miembro de la UE no podemos decidir si es posible otra política económica –y social- alternativa, bajo el riesgo de “quedarnos fuera” (el gran yuyu: pregúntenles a los griegos) Y ocurre que no podemos decidir otra política comunitaria con nuestro voto, en tanto que el Parlamento europeo –que es lo único que votamos- poca capacidad de intervención tiene al respecto. Mientras tanto, la Unión sigue primando, por ejemplo, el derecho de “libertad de establecimiento” sobre los derechos colectivos de huelga y negociación colectiva, en una puesta al día del viejo debate sobre el derecho a la propiedad y sus límites. No se trata sólo de una asimetría entre la vertiente económica y social: se trata de un modelo de diseño antidemocrático.

5. Sin embargo, el planteamiento de Garibaldo y sus compañeros me parece criticable por una razón: el eurocentrismo. En el mundo actual la civilidad democrática no es ya sólo patrimonio de Europa. Hace siglos que no es así y lo es menos en los últimos 25 años. A lo que cabe sumar el fenómeno de la globalización. De hecho, una buena parte del discurso nuevo de la izquierda está surgiendo en la América Latina, pot-guerra fría.

Ciertamente –lo que no deja de ser lamentable- no existe un sindicato europeo (o un partido de izquierda europeo) entendido como aquél que defienda los intereses de todos los trabajadores de la Unión. Sin duda, la CES no es nada más que un organismo paraestatal, incapaz de ir más allá.

El futuro democrático no se me antoja posible sin que el sindicalismo –la izquierda- recupere la otra gran idea olvidada en el pacto welfariano: el internacionalismo. Los trabajadores españoles, portugueses, griegos, italianos o irlandeses están perdiendo derechos a marchas forzadas, por mor de una política de recortes basada en una ideología. Y ello afecta también a los trabajadores alemanes. Por poner un ejemplo: en España los recortes obedecen a la supuesta necesidad de que los bancos españoles devuelvan los grandes créditos contraídos… a los bancos alemanes. En una situación provocada por una doctrina económica ideologizada que es la misma que está comportando que los asalariado teutones hayan perdido poder adquisitivo, derechos de previsión social y vean precarizadas sus condiciones laborales. El adversario es el mismo, aquí y allí. ¿Pero, es ése un problema exclusivamente europeo? Parece obvio que no, que esa tendencia –ese “adversario”- tiene escala planetaria. Y, por tanto, el contrapoder que le deba hacer frente también debe tenerla. Si no se empieza a erigirse un pensamiento internacionalista el futuro –y el presente- nos depara lo inevitable: la salida hacia delante de los particularismos identitarios. Algo de eso empieza a aparecer en España: y no sólo en Cataluña o el País Vasco, también el resurgimiento del españolismo incapaz de reconocer la diversidad está resurgiendo. Y permítanme aquí una reflexión fuera de contexto: los pocos que en Cataluña intentamos situar la problemática social por encima de la identitaria –lo que, obviamente, no quiere decir negar el derecho de autodeterminación que Cataluña tiene como nación- no hallamos eco más allá del Ebro. Como si en esas lindes no existiera también un problema identitario basado en la prepotencia y la negación de la diversidad.

Pero, provincianismo al margen, sin duda que, como señalan los autores, hay que refundar la vieja idea de Europa. Pero no sólo eso: hace falta también un nuevo internacionalismo, en tanto que los derechos sociales y la civilidad democrática no son ya patrimonio único de esta parte del mundo (aunque aquí hayan nacido) No basta sustituir la identidad de cada nación por la de Europa, sino por la de ciudadano del mundo.

6. ¿Cómo resituar en el debate social el internacionalismo, el control social de la empresa y el reparto de poder en la misma? Hablar hoy de estas cosas se asemeja como una especie de sueño húmedo de un bolchevique trasnochado –que, probablemente, es lo que soy-. Pero si esas viejas reivindicaciones “olvidadas” no empiezan a ponerse encima de la mesa, el triunfo de la lógica neoliberal es imparable. Y no sólo por ganar consenso en el debate social: también, porque difícilmente se podrá conformar un nuevo pacto social –en el fondo, no soy tan bolchevique- sin “asustar” a la contraparte.

Desde luego, los viejos dogmas ya no sirven. Por tanto, habrá que repensar las ideas centrales de ese discurso alternativo. Y probablemente es ése un terreno común en el que pueden coincidir “lo viejo” y “lo nuevo”, aún con todas sus sensibilidades distintas.

Y ahí, me parece obvio que el sindicato es el “viejo” instrumento llamado a jugar el papel central. En primer lugar porque, como he dicho, es la única cosa de “lo viejo” que sigue perviviendo, aunque renqueante, y es el objeto central, no por causalidad, del fuego cruzado del adversario. Y en segundo lugar porque, con todas sus carencias, sigue siendo el representante del valor trabajo. No deja de ser paradójico –o quizás, no tanto- que como en el siglo XIX el sindicato esté llamado a ser el motor de la alternatividad política. Y no se trata de hacer un discurso o una práctica más radical: obsérvese como esas opciones sindicales más drásticas ya existen desde hace años y siguen siendo minoritarias.

Ahora bien: cada vez es más claro (al menos para mí) que ni el discurso del sindicato, ni su forma de organización actuales son los más adecuados para ese envite. Su discurso sigue prisionero del pacto welfariano y -¡ay!- del fordismo. Está diseñado para el consenso y no, para el conflicto. Su organización no se adapta a la nueva realidad del mundo de trabajo y de la empresa: mientras éstas se caracterizan por la descentralización a ultranza, el sindicato tiende cada día más a la centralización del poder interno. Y como afirmaban los viejos cenetistas es el sindicato el que se adapta a la empresa, y no al revés. Uno de los factores que explican el “empeoramiento del trabajo” es, como narran Garibaldo et alii, precisamente esa descentralización. Y resulta evidente que si el sindicato no se dota de estructuras horizontales no será capaz de defender íntegramente a todos los trabajadores, especialmente los menos fuertes (el asalariado que presta servicios en la gran empresa tiene amplias tutelas, la mujer que limpia las dependencias de esa empresa tiene muchas menos, pese a que ambos comparten el mismo espacio de trabajo)

Pero es que, además, el difuso mundo del trabajo actual es mucho más que el “trabajador de empresa”. A él pertenecen también los parados, los pensionistas, los autónomos, las personas excluidas de la sociedad… Ciertamente el sindicato surgió de la conformación del concepto de clase obrera, como superación de la condición de “los miserables” (aprovecho para recomendar aquí la magnífica obra “Orígenes del contrato de trabajo y nacimiento del Sistema de Seguridad Social”, recientemente publicada por Bomarzo) Pero quizás hay que empezar a superar ya desde ahora ese concepto limitador. Es verdad que, sobre el papel, el sindicalismo tutela –y así dice hacerlo- todo ese espectro. Pero su práctica y su organización dista mucho de ello, quizás porque su “cliente” es el trabajador de empresa –y, si se me permite, el trabajador de la gran empresa-, en una crítica reflexiva que le oí hace ya unos cuantos años al amigo Isidor Boix.

Y por supuesto, el sindicato debe superar fronteras y recobrar su “pathos” internacionalista. Probablemente los sindicatos alemanes y de otros países septentrionales europeos no querrán oír hablar de ello –una buena muestra de las fronteras nacionales de la lógica del pacto welfariano-. Pero, ¿se imaginan ustedes el miedo del adversario –y de los técnicos de “Bruselas”- si existiera un auténtico sindicato europeo? Y quizás, ahora que se habla de unificaciones, cabría pensar en la construcción desde abajo del sindicato internacional. ¿Por qué no un sindicato único en la Europa meridional?

Ya sé que estoy proponiendo algo que se antoja como descabellado: que el sindicato supere su estricto marco tradicional para pasar a ser un instrumento de alteridad de la civilidad democrática. Pero cabrá recordar que eso no es nuevo: ya ocurrió en su momento (tal vez, al fin, no sea un bolchevique, sino un cenetista emboscado). Y, como he dicho, toca ahora –imitando al adversario- volver a los orígenes. A lo que cabe añadir que, hoy por hoy, sólo el sindicato es capaz de crear esa alteridad, porque sigue siendo el depositario, por definición, del mundo del trabajo y sus valores. Porque es el único viejo instrumento que puede sumar “lo viejo” y “lo nuevo”. Y porque, en definitiva, no hay civilidad sin trabajo.


(1) Nota del blog. Próximamente hablaremos de China. 

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