sábado, 25 de junio de 2011

NO ES ESO: doce apuntes sobre la reforma de la negociación colectiva

Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.



1. Si algo caracteriza nuestro modelo de convenios colectivos es lo que podríamos denominar “desvertebración”. Desverterbración en sus ámbitos concurrentes, en tanto que en España se hallan en vigor, más o menos, seis mil unidades de negociación (de hecho, no sabemos cuántas), sin que en general sean apreciables reglas de concurrencia. Desvertebración respecto a sus objetivos, pues no es apreciable ningún intento de tratamiento unitario de la negociación colectiva para articular políticas y finalidades concretas. Y desvertebración, al fin, en cuanto a su relación con la Ley, pues el actual sistema ha rechazado implícitamente cualquier intento de autorregulación substantiva y alternativa ante el Estado, convirtiendo los convenios en una especie de desarrollo “reglamentario” de la Ley laboral.


El patrón vigente se ha desarrollado en aluvión a partir de la matriz franquista. Y cabrá recordar que en la etapa previa a la ominosa dictadura, la negociación colectiva se desarrolló “desde abajo” (a través de los incipientes acuerdos de finales del siglo XIX y XX y las bases de trabajo de la Dictadura de Primo Rivera y la IIª República) Sin embargo, el régimen surgido de la Guerra Civil impuso un modelo surgido “desde arriba” –las Reglamentaciones y Ordenanzas-. En el actual sistema constitucional no se quebrantó esa lógica del período anterior: la única diferencia fue, a la postre, que las condiciones infralegales ya no las imponía el Estado, ni directamente, ni por delegación, sino que las fijaban –con sometimiento a la Ley- los agentes colectivos. No se puso encima de la mesa ni los ámbitos de negociación, ni la vinculación con la Ley. Como tampoco se produjo ninguna ruptura apreciable respecto a los contenidos esenciales en el ámbito contractual: de hecho, aún son numerosos los convenios que en algunos aspectos reguladores remiten a las Ordenanzas.


De esos polvos surgieron estos lodos. El cambio del modelo productivo, de los instrumentos de producción, del sistema de organización del trabajo y de la empresa y de la conformación del colectivo asalariado, que delimitan el paradigma de la flexibilidad, en relación a esa inercia anterior –de lógica fordista- significó que los convenios colectivos –y obsérvese que, por lo que luego diré, no hablo de “negociación colectiva”- fueran incapaces, en general, de regular lo nuevo. En primer lugar porque su articulación interna obedece a un patrón vertical (el convenio de industria sectorial), ajeno a una realidad horizontal, basada en la homogeneidad del tipo de producción y no en cómo se produce. En segundo lugar, porque no existen reglas claras de concurrencia y articulación interna –qué se negocia en qué ámbito-, pese a que la Ley lo permitía, lo que comportó una evidente asincronía entre los distintos niveles. En tercer lugar, porqué se delegó en la Ley y no en la concertación social la regulación de “lo nuevo”. Y, por último –aunque desde mi punto de vista esencial- porque la necesidad de negociación de miles de convenios cada año en un modelo basado en la representatividad, que no en la representación, comportó una evidente pobreza de contenidos: es imposible con los parcos medios con que cuentan los sindicatos readecuar los contenidos de seis mil unidades en forma constante.


En todo caso, cabrá indicar que esas cifras son engañosas. En efecto, pese a que existen miles y miles de convenios vigentes, el hecho cierto es que más del noventa por ciento de los trabajadores rigen sus condiciones contractuales por los sectoriales. Es decir: aunque hay muchas normas colectivas, la disincronía cuantitativa tiene como origen –al margen de los ámbitos desestructurados sectoriales- los convenios de empresa. Y éstos, mal que bien, son evidentes instrumentos útiles para la negociación de la flexibilidad, por su adaptación al centro de trabajo.


Es, en efecto, en el ámbito sectorial dónde reside el problema. Hallaremos, así, “microsectores”, que emplean a muy pocos trabajadores. Y, por el contrario, “macrosectores” que abarcan múltiples actividades, englobando a cientos de miles de asalariados, sin que en general, en este último caso el convenio observe ninguna regulación diferenciadora entre subsectores o tipos de empresa. A lo que cabe añadir un fenómeno concurrente: el convenio es una foto fija que se toma cada “x” años –cada vez más-, sin que exista un mecanismo de adaptación dinámica, de negociación permanente, que permita la adaptación constante del convenio a la realidad. Es ése un papel que deberían jugar las comisiones paritarias y que, en la práctica y en general, dista años luz del mentado paradigma (lo que, en parte, es debido al encorsertado modelo al que las ha limitado la jurisprudencia)



2. Al convenio se le pide mucho, que lo arregle todo. Incluso, últimamente, que sea un instrumento para la creación de empleo –como si éste tuviera su origen en la norma y no en la situación económica-. Sin embargo, habrá que recordar que, a la postre, su finalidad última es diversa y compleja. Por un lado, es un instrumento de autorregulación de las condiciones contractuales. Por otro, es un mecanismo de paz social, como renovación periódica del pacto welfariano. Asimismo, se constituye como una herramienta de regulación de la competencia –tanto en relación a los propios trabajadores, como, en el ámbito sectorial, respecto a las empresas, evitando el dumping social-. En definitiva, el convenio es esencialmente la regulación del modelo de relaciones laborales aplicable en el sector o en la empresa. Y, en principio, ese modelo se adecua a las características del modelo productivo vigente en su ámbito material. Es obvio, en consecuencia, que en un sector basado esencialmente en la gestión de la mano de obra, con escaso valor añadido, las condiciones contractuales serán “bajas”, mientras que en otros claramente tecnificados, con alta especialización, ocurrirá todo lo contrario. De ahí que difícilmente puedan extraerse conclusiones generales basadas en estadísticas, si no se diferencia cada realidad productiva. Se olvida por los apologetas del dogma neoliberal que en un sistema productivo basado esencialmente en sectores como la construcción, el turismo y la subcontratación –que resultan difícilmente exportables a otros países- la flexibilidad a ultranza comporta precariedad –que no flexibilidad-. La flexibilidad bien entendida –por tanto, la que es bidireccional y no se basa únicamente en motivos productivistas, sino también en el reconocimiento de derechos para los asalariados- es propia de un sistema productivo con alto valor añadido. Claro que en los países septentrionales europeos las empresas tienen más flexibilidad organizativa… pero también los asalariados gozan de mayores expectativas de estabilidad en el empleo, de ejercicio de la flexibilidad horaria y prestacional por causas personales, sociales, formativas o de conciliación con la vida laboral, así como de mayores salarios.


La realidad productiva y contractual del convenio del metal de Baden-Wutemberg –si es que existe y no es estatal- es difícilmente comparable con la del sector de la hostelería de Málaga, por poner un ejemplo. Ni los salarios serán equiparables, ni tampoco deben serlo los mecanismos de flexibilidad. Repito: la apología de la flexibilidad como modelo de organización del trabajo que obvie las condiciones productivas de cada país o sector no es tal: es precariedad. Es decir, la inversión de rentas –y poderes- a favor de los más poderosos, lo que dista ciertamente, de los mandatos constitucionales.


Y a todo ello debe añadirse otra perspectiva concurrente: en la realidad española tiene un peso esencial la pequeña y pequeñísima empresa. Por tanto, difícilmente se puede pretender una detracción de la centralidad del convenio sectorial. Romper el actual equilibrio –con el peso significativo de dicho ámbito- determina, al fin, una loca carrera hacia la subindiciación salarial, pero también la pérdida de instrumentos de regulación de la competencia entre las empresas y, en consecuencia, la posible generalización del dumping social.



3. En ese marco se ha convertido en un tópico en este país afirmar que nuestro sistema de negociación colectiva, por sus características esencialmente sectoriales, impide la adaptación a la flexibilidad, a lo que se suma la rigidez de los contenidos. Es ése un mantra que se repite incansablemente por los teóricos neoliberales y que hallaremos en múltiples informes de organismos académicos, “think tanks” vinculados con entidades financieras, políticos de babor y estribor y organismos económicos internacionales.


Veamos críticamente ese aserto. En primer lugar: es cierto, sobre el papel, que una regulación universal, sin diferenciaciones y sin marcos de disponibilidad inferior, de las condiciones de trabajo es difícilmente compatible con la flexibilidad productiva. Ello es así porque ésta surge en el centro de trabajo, y las necesidades de adaptación son distintas en cada empresa. Ahora bien, ese apotegma no puede llevar al absurdo, por generalización. Habrá sectores en los que la flexibilidad –bien entendida y, por tanto, no precarizante- será prácticamente anecdótica. O, en otros, será lógico considerar que la flexibilidad –que sí concurre- tiene características comunes entre todas las empresas. De ahí que no existan reglas generales: habrá que estar a las características de cada ámbito –tipo de producción, reglas de competencia, modelo de empresa- . Lo que sirve para un sector, puede resultar inútil –o precarizante- en otro. Nada tiene que ver las características empresariales y de producción de la industria química con la limpieza urbana. Y cabrá señalar que eso también es nuevo: rompe el esquema único y uniformizante del taylor-fordismo


En consecuencia, difícilmente la Ley, que es general por definición, puede regular esa diversidad. En puridad, deberían ser los agentes sociales los que regularan, en forma distinta, esa diversidad. Y, ciertamente –salvo algunas puntuales excepciones- éstos no han sabido hasta la fecha estar a la altura. Dicho lo cual, cabrá negar que –como se afirma por los sesudos analistas antes referidos- la culpa sea únicamente de los sindicatos, por sus posturas rígidas. Habrá que recordar que un convenio es un, también, un contrato. Pues bien, ¿qué ha estado haciendo la patronal a lo largo de estos años, siendo sus representados lo que, en definitiva, más dificultades tenían para gestionar la adaptación a lo nuevo? Es fácil responder: la patronal ha estado abrogando por la reversión de poderes en el centro de trabajo –es decir, reclamando la precarización y la distribución negativa de rentas-, obviando un concepto neutro de flexibilidad –bidireccional- que redundara en beneficio de la productividad y de la mejora del modelo productivo. Hace escasos días, aún podíamos asistir a manifestaciones de prebostes de la CEOE abogando por el llamado “contrato único”, acausal y sin control judicial de salida. Nada que ver con una modernización del marco de relaciones laborales que favorezca la productividad bien entendida.


Con todo, estoy dispuesto a aceptar pulpo como animal de compañía. Y, por tanto, que el modelo esencialmente sectorial vigente en España tiene dificultades para la adaptación a la flexibilidad del centro de trabajo. Ahora bien, no acepto que las condiciones de regulación de ésta en la negociación colectiva sean rígidas. En primer lugar porque existen casi cinco mil convenios de empresa, grupo o ámbito inferior: y es obvio que si ahí no se pactan los mecanismos de flexibilidad, el empleador debería empezar a pensar en despedir al responsable de recursos humanos. En segundo lugar, porque se obvia que la Ley permite la ruptura de la eficacia del convenio sectorial desde 1994 –al margen de las reformas más recientes a las que luego me referiré-, bien sea a través de la modificación de las condiciones de trabajo del art. 41 del Estatuto de los Trabajadores, bien a través de las cláusulas de descuelgue salarial. En tercer lugar, porque nadie –nadie- sabe qué condiciones de flexibilidad se están pactando en los mil y pico convenios sectoriales: no existen bases de datos al respecto, ni estadísticas, ni estudios universales. Lo único que conocemos de ese magma son los incrementos retributivos y de jornada, pero no los concretos aspectos de regulación de la flexibilidad. Habrá que preguntar, por tanto, sobre qué bases se afirma por los sesudos expertos que realizan todos los informes referidos que nuestro modelo es rígido.


Sin embargo, uno tiene un vicio inconfesable: cada día leo los convenios colectivos que se publican en el ámbito de Cataluña. Y, ciertamente, tengo la intuición –que en algunos casos, puedo concretar en cifras y porcentajes- que los convenios sectoriales no están a la altura de los nuevos tiempos. Ahora bien, y esto es lo esencial, una cosa es que los convenios no cumplan sus funciones de adaptación necesaria; otra muy distinta, que no lo haga la negociación colectiva. Y ello es así porque existen cientos de miles de acuerdos o pactos de empresa, propios e impropios, formales o informales, que regulan la flexibilidad en los grandes, medianos, pequeños y pequeñísimos centros de trabajo. Y aquí sí que nada sabemos de sus contenidos, porque no se publican en parte alguna y no existe control de legalidad de tipo alguno.


Precisamente porque el convenio colectivo no ha estado a la altura, la realidad ha determinado una regulación de la flexibilidad por otras veredas: claro que la flexibilidad se ha venido regulando, pero a través de la válvula de escape de esos pactos. Repito: ¿en qué se basan los analistas neoliberales para afirmar que nuestro modelo de negociación colectivo es rígido si desconocemos todos lo que ahí se está acordando?


Pues bien, cabrá recordar que esos acuerdos empresariales tienen evidentes y conocidos problemas jurídicos, en tanto que la Ley los regula tangencialmente, obviando aspectos esenciales como su sometimiento o no al convenio o su propia naturaleza, lo que ha dado lugar a una oscilante jurisprudencia al respecto que considero inadecuada al nuevo paradigma. Y lo que es más grave: los propios convenios colectivos han obviado cualquier regulación específica y cualquier capacidad de control de dichos pactos.



4. Tras el fracaso de la concertación social –por la espantá patronal ante un previsible cambio de gobierno más proclive a sus intereses: siempre pensando en clave de poder y no de productividad- se ha publicado el R Decreto-Ley 7/2011, validado esta semana por el Congreso. No voy aquí a hacer un análisis pormenorizado de sus contenidos, entre otras cosas porque es obvio que en su tramitación parlamentaria existirán modificaciones significativas –a peor-. Pero sí me interesa centrarme en los elementos básicos del modelo –que probablemente, resultará intocado en sus trazos fundamentales, máxime cuando ha contado con un cierto consenso con patronal y sindicatos-.


Pues bien, la Exposición de Motivos de la Ley es nítida en cuanto a esa configuración básica. Se afirma, en primer lugar que un objetivo central es la lucha contra lo que se califica de “atomización” y la “desvertebración” de la negociación colectiva. Un segundo bloque de problemática concurrente se sitúa en la ya referida dificultad de adaptación al cambio productivo. No pudo dejar de reproducir aquí –por la elocuencia de los fines- el contenido de la mentada Exposición de Motivos: “Nuestro modelo de convenios colectivos tiene dificultades para ajustar con prontitud las condiciones de trabajo presentes en la empresa a las circunstancias económicas y productivas por las que atraviesa aquélla en los diferentes momentos del ciclo o de la coyuntura económica. En no pocas ocasiones ello dificulta la adopción de medidas de flexibilidad interna en la empresa, esto es, la modificación de aquellas condiciones de trabajo aplicables a las relaciones laborales. Esto conduce a que, a diferencia de lo que sucede habitualmente en otros países, los ajustes no se produzcan incidiendo sobre los salarios o sobre la jornada de trabajo, sino a través de la adopción de medidas de flexibilidad externa, más traumáticas, como los despidos, produciendo un fuerte impacto en nuestro volumen de empleo y en un mercado de trabajo como el español tan sensible al ciclo económico”. Y estas dificultades de adaptación al cambio se cohonestan –aunque es obvio que se trata de realidades diferenciadas- con el tiempo que se tarda en negociar un nuevo convenio, una vez el anterior ha perdido la vigencia. Y, finalmente, se termina el diagnóstico con la referencia a las reglas de la legitimación de las partes, haciéndose un especial hincapié en la problemática derivada al respecto por la descentralización productiva, y, tangencialmente, el papel de las comisiones paritarias.


En definitiva, una valoración general similar, por no decir idéntica, a la realizada por los agentes sociales en el Acuerdo Social y Económico para el Crecimiento del Empleo y la Reforma de las Pensiones, de 2 de febrero. Y una valoración que comparto.


5. Pues bien, ¿qué medidas se formulan al respecto? Empezando el análisis por la falta de articulación o “desvertebración” de la negociación colectiva, cabrá indicar que el RDL 7/2011 opta por delegar en los acuerdos interprofesionales o los convenios sectoriales estatales o de Comunidad Autónoma la posibilidad de estructuración de los ámbitos “menores” y la determinación de las reglas de concurrencia. La novedad aquí –en relación al modelo anterior- es que se niega esa capacidad de articulación a los convenios provinciales –que son la inmensa mayoría de las normas superiores a la empresa- u otros ámbitos sectoriales. Y de otra parte, el reconocimiento como hecho autónomo de los convenios de Comunidades Autónomas, muy presentes en Cataluña pero de escaso peso específico en otros territorios. Desde la reforma de 1994 –y la hermenéutica del TS- un convenio sectorial de ese ámbito o, especialmente, provincial no tenía porqué “someterse” al estatal (aunque éste contemplara reglas claras de jerarquía “centralizantes”), salvo en las concretas reglas de mínimos del art. 84 ET (es decir, período de prueba, modalidades de contratación, grupos profesionales, régimen disciplinario y “normas mínimas” de prevención de riesgos y movilidad geográfica) y además podía establecer reglas de concurrencia propias-. La ley, ahora –y al margen de los acuerdos interprofesionales- “somete” los acuerdos provinciales a los estatales y los de Comunidad Autónoma, de tal manera que sólo estos últimos –y con limitaciones- podrán apartarse de lo pactado en aquéllos. La estructura y las reglas de concurrencia, pues, se centralizan, aunque permitiendo una disponibilidad en las Comunidades Autónomas.


Con todo, en materia de articulación la gran novedad surge en la regulación de los convenios de empresa, en tanto que aquí concurre también un elemento central de la adaptación a la flexibilidad. La regla anteriormente vigente comportaba: a) que no pudieran negociarse éstos mientras estuviera en vigor un convenio sectorial (lo que también era postulable de los provinciales y de Comunidad Autónoma); y b) que no pudieran apartarse de las reglas de concurrencia –y los contenidos contractuales allá observados- y articulación de los convenios sectoriales. En el nuevo sistema, parece –aunque el redactado no es claro- que nada impide la negociación de un convenio de empresa, aunque el sectorial esté en vigor. Y, además, permite que, salvo prohibición expresa de éste –incluyéndose ahora, los provinciales- también el convenio de empresa se aparte de los contenidos allí pactados-, en una amplia retahíla de aspectos como el salario, la retribución de las horas extras, tiempo de trabajo –salvo jornada-, encuadramiento profesional, modalidades de contratación y la conciliación de la vida laboral y familiar. La voluntad del legislador es aquí clara: imponer la disposición en el ámbito de la empresa de los elementos centrales de la flexibilidad.


La nueva jerarquía de ámbitos negociales que se diseña en la reforma no deja de ser compleja y presentar varios problemas técnicos. Así, parece obvio que los acuerdos interprofesionales, los convenios colectivos sectoriales estatales y los de Comunidad Autónoma podrán establecer reglas abiertas o cerradas de concurrencia, de tal manera que si se opta por la técnica de ámbitos reservados –es decir, otorgar competencias sobre determinados contenidos contractuales a cada nivel concreto- regirán en todo caso las mismas y no podrá disponerse en los convenios de empresa –lo que ya existía- y los provinciales –lo que es nuevo-. Sin embargo, entre esos tres niveles superiores existe también jerarquía, en tanto que el convenio de Comunidad Autónoma –que ya no el provincial- queda sometido al sectorial estatal en los contenidos mínimos del art. 84 antes vigentes –ya referenciados- a los que se incluye ahora, como novedad significativa, la duración máxima de la jornada. En todo caso, cabrá indicar que el contenido del art. 83.2 en relación al 84.2 no deja claro si el convenio de Comunidad Autónoma podrá establecer reglas propias, diferentes a los de los estatales, en estos supuestos. Previsión de sometimiento que probablemente no soportará la tramitación parlamentaria, en tanto que –como ya ocurrió con la reforma de 1994- los partidos nacionalistas catalán y, especialmente, vasco han puesto determinadas condiciones para la formación de la mayoría parlamentaria precisa, como aparece en estos días en los medios de comunicación.


Por su parte, en los convenios de empresa –salvo prohibición empresa de los ámbitos superiores- podrán negociarse en todo momento los elementos centrales de la flexibilidad –salario, tiempo de trabajo excepto jornada, encuadramiento, modalidades de contratación temporal y esa extraña referencia a los derechos de conciliación de la vida laboral y familiar-.


Es obvio que los grandes perdedores son los convenios provinciales –reitero: los que afectan a la inmensa mayoría- que quedan emparedados entre los estatales y de Comunidad Autónoma –sin que puedan ahora apartarse de las reglas de concurrencia que éstos observen- y los de empresa –que no se ven sometidos a los elementos de flexibilidad que allá se contemplen-. Nos hallamos, por tanto, ante lo que podríamos caracterizar como un “efecto acordeón”: el legislador opta por dotar de altos poderes centralizantes a los sindicatos y patronales estatales y de Comunidad Autónoma –reitero: sin reglas claras entre ambos niveles- y claramente descentralizantes a los de empresa. En medio, los convenios provinciales, que ven disminuida su capacidad de regulación de las condiciones contractuales. Es decir, el legislador se “fía” de las cúpulas sindicales y patronales, pero no de sus respectivas organizaciones territoriales (aunque cabrá indicar que, en definitiva, han sido aquéllas las que, a la postre, han diseñado el modelo) Y en el ámbito de empresa, práctica “barra libre” para la negociación de la flexibilidad.


Se ha señalado al “malo de la película”: los convenios provinciales. Y ése es, desde mi punto de vista, un evidente error conceptual. En primer lugar, porque hay muchos sectores en los que no existe convenio estatal y sí provincial. Y algunos de ellos significativos, como el de oficinas y despachos, buena parte del comercio y alimentación, sanidad, etc. En segundo lugar, porque si bien es cierto que en algunos aspectos de la flexibilidad los convenios estatales son más receptivos que los de ámbito inferior (verbigracia, modelo de encuadramiento profesional) no ocurre lo mismo con otros, como la regulación de la distribución irregular de la jornada, la movilidad funcional o la modificación sustancial de las condiciones de trabajo (al menos, comparando la realidad que conozco, Cataluña, respecto a los convenios estatales)


Por otra parte: ¿Es lógica la “barra libre” a los convenios de empresa? Veamos: es perfectamente comprensible que una concreta empresa tenga un evidente problema de adaptación a la flexibilidad ante determinados contenidos del convenio sectorial, como el sistema de encuadramiento o el horario. Ocurre, sin embargo, que esos problemas hasta ahora se soslayaban a través de los pactos de empresa, tal y como previamente se ha indicado. Pero el nuevo modelo obvia esa concreta –lógica- problemática y abre las puertas al campo. En otras palabras: nada impide que una empresa, si cuenta con la connivencia de los representantes de sus trabajadores (que en las pequeñas empresas pueden ser, fácilmente y por la lógica resultadista de las elecciones sindicales, el encargado y dos primos del empleador), entre en una dinámica de dumping social, con práctica de subindiciación salarial. O que, en sectores muy harmónicos –p. e.: banca, cajas de ahorros, oficinas de viajes, etc- los convenios de empresa permitan saltarse las reglas de competencias en materia de horarios. La libertad prácticamente absoluta de negociación en las empresas, sin sometimiento a reglas claras vinculadas con la adaptación a la flexibilidad, conlleva, en definitiva, la ruptura de determinados códigos de no concurrencia desleal en concretos aspectos contractuales, básicos para los trabajadores. Y, es obvio, que en los actuales momentos esa lógica –“ad nutum”, sin motivación- puede comportar importantes pérdidas de derechos de los mismos. A lo que cabrá añadir, asimismo, que no se acaba de entender porqué se universaliza, sin tener en cuenta las singularidades de cada sector. ¿Es qué acaso el modelo único de convenio estatal de la química o el textil, por poner algún ejemplo, no funcionaba relativamente bien –al menos en comparación con otros sectores?


Es cierto que los convenios estatales o de Comunidad Autónoma podrán establecer reglas impeditivas de disponibilidad en la empresa. Pero no lo es menos que se ha abierto la Caja de Pandora y que los posibles escenarios futuros son impredecibles –máxime cuando la ley presenta huecos hermenéuticos-. Es más: mientras no se re-negocien los convenios estatales actualmente en vigor, nada impedirá que en el ámbito de la empresa se pongan las piezas de puzzle correspondiente, ganando el ámbito negocial. Una cosa es adaptar la flexibilidad a su ámbito natural, la empresa. Y otra, universalizar la disponibilidad del convenio sectorial en sus elementos básicos conformadores de la igualdad y la no competencia. Algo sobre lo que los sindicatos deberían reflexionar, porque no únicamente se abren las puertas a la posible precarización de las condiciones contractuales; es que, además, se corre el serio peligro de pérdida de su propia capacidad de negociación y, por tanto, de su poder en el sector.


6. Al margen de los aspectos relativos a la estructura de la negociación colectiva que en buena medida afectan también a la flexibilidad interna –tal y como se acaba de ver-, el RD Ley 7/2001 establece asimismo mecanismos singulares en cuanto a este último aspecto, como por ejemplo la inclusión como contenido mínimo del convenio de la adopción de medidas al respecto, con especial referencia al porcentaje máximo y mínimo de jornada de trabajo que podrá distribuirse en forma irregular a lo largo del año, imponiendo un mínimo –de no regularse- del cinco por ciento; o a los procedimientos y los períodos temporales y de referencia para la movilidad funcional en la empresa. Lo que debe ser completado con las previsiones de intervención de las comisiones paritarias en determinadas materias, que luego se referirán.


7. En materia de procedimiento formal de la negociación, cabe indicar que la peculiar conceptuación legal de la flexibilidad por parte del empleador, que incluye las reglas de denuncia y duración de las negociaciones una vez efectuada aquélla, tiene también una nueva regulación. Así, la nueva normativa prevé las siguientes novedades en relación con el contenido mínimo del convenio del art. 85.1 ET –en cláusulas que en su mayor parte se reiteran en el art. 89, para el caso que se omita ese contenido mínimo-: a) concreción de un plazo mínimo de denuncia del convenio de tres meses antes de su pérdida de vigencia, salvo pacto en contrario; b) obligación de regular en el convenio el plazo máximo para el inicio de las negociaciones que, si no hay disponibilidad específica, no deberá superar el que –sin concreción- se contempla en el art. 89.2 ET; c) también el convenio deberá establecer como requisito mínimo el plazo máximo de duración de las negociaciones, que –salvo cláusula en contrario- no podrá superar los ocho o catorce meses en función de si el convenio anterior ha tenido una eficacia temporal inferior o superior a veinticuatro meses, respectivamente; d) la adhesión o sometimiento a los mecanismos autocompositivos para el caso que se supere el mentado plazo de negociación. Y, asimismo, el art. 86 ET determina que los acuerdos interprofesionales estatales o autonómicos deben establecer mecanismos de composición de las divergencias entre las partes si el período de negociación máximo –legal o convencional- ha finalizado sin acuerdo, con expresa referencia a la posibilidad de sometimiento a arbitraje –cuya eficacia se equipara, lógicamente, al propio acuerdo entre las partes-, proveyéndose incluso –en cláusula de dudosa constitucionalidad- que si no existe dicho acuerdo previo, “se entenderá que el arbitraje tiene carácter obligatorio”


Por otra parte, y en el mismo terreno de las reglas procedimentales para la negociación del nuevo convenio, se elimina la absurda diferenciación entre cláusulas normativas y obligaciones respecto al período de ultractividad. Ahora lo que claramente pierde vigencia –lo que es lógico en línea con la legislación comparada- son específicamente los pactos de paz social, de renuncia a la huelga. Y en el marco de regulación de la ultractividad del convenio –el auténtico yu-yu de los neoliberales- se mantiene, sustancialmente, el marco anterior –en relación a la reforma de 1994-: es decir, salvo acuerdo en contrario el convenio mantiene su vigencia hasta la renovación, aunque se permiten acuerdos parciales de modificación a lo largo del íter negociador.


Asimismo, y desde otra perspectiva, se reconoce el derecho de conformación de cada banco y el criterio de adscripción proporcional por representatividad en el art. 88.1 ET (lo que no es nuevo, pues era jurisprudencia consolidada), las atribuciones del Presidente de la comisión negociadora –con el añadido, sobrante, que no tendrá voto, pero sí voz- y se amplía –de doce a trece- el número de miembros máximo de cada banco. También es novedosa la unificación de los actos de denuncia del convenio anterior y de comunicación a la contraparte del inicio de negociaciones, en el nuevo redactado del art. 89.1 ET.


8 En cuanto a la nueva regulación de las legitimaciones negociales, cabrá indicar como novedad significativa el efectivo reconocimiento formal de los grupos de empresa como marco específico de negociación. A dichos efectos –al margen de aplicárseles a los convenios ahí obtenidos las reglas de concurrencia antes analizadas- se regula en forma expresa el régimen de legitimaciones –en relación a los convenios sectoriales, lo que viene a reemplazar la técnica mixta impuesta, no sin críticas doctrinales, por la jurisprudencia-. Es más, en este terreno aparece una novedad tan o más importante –que, de hecho, se enmarca más en la cuestión relativa a los ámbitos de negociación-: se viene a regular en idénticos términos –con sometimiento, por tanto, al marco sectorial- la posibilidad de pactar convenios que “afecten a una pluralidad de empresas vinculadas por razones organizativas o productivas y nominativamente identificadas en su ámbito de aplicación”; por tanto, un resquicio –aunque insuficiente- para romper la lógica vertical fordista sobre los ámbitos ordinarios de negociación. Sin embargo, no deja de ofrecer dudas en este punto la genérica referencia a la “representación de las empresas”, sin mayores concreciones, que se contempla en el art. 87.3 b) ET.


Otra novedad importante –en la que no dudo que las filípicas continuadas del responsable de este blog han tenido alguna influencia- es el reforzamiento del papel de las secciones sindicales en la negociación de los convenios de empresa. De esta manera, serán éstas las que –si tienen la legitimación suficiente- acordarán tomar en sus manos en forma directa las negociaciones, lo que somete –al menos, respecto a la toma de decisión- a los organismos unitarios a un cierto papel subordinado. Una lógica similar se ha seguido en los cambios experimentados en los arts. 40 –movilidad geográfica-, 41 –modificación sustancial de las condiciones de trabajo- y 51 –despidos colectivos- ET, respecto a la negociación en el período de consultas.


También los convenios franja experimentan algunos cambios en esta materia, facilitándose, en general, su plasmación, al desaparecer el requisito de previo acuerdo expreso por parte de la mayoría de las personas afectadas –aunque deberán elegir qué secciones sindicales les representan- y el de reconocimiento por parte de la empresa.


Por otra parte, el vacío y las dudas legales que se derivaban de la legitimación empresarial para la negociación de los convenios de empresa en el anterior texto legal –y que había dado lugar a varias y recientes sentencias del TS, declarando el carácter extraestatutarios de algunos de ellos- vienen en parte a solventarse. Así, además de la regla de legitimación “histórica” (diez por ciento de empresarios asociados y, desde 1994, que representaran idéntico porcentaje de trabajadores ocupados) se complementa ahora con otras dos reglas: a) la inclusión de las patronales que den empleo a un quince por ciento de asalariados del sector; y b) la representación por irradiación de las grandes patronales en caso que no exista representatividad suficiente por parte de ninguna asociación patronal.


Este último criterio de irradiación impropia es reconocido en forma expresa también para los sindicatos, estableciéndose, además, las reglas de distribución de miembros de la comisión negociadora.


9. También se articula en la Ley un nuevo papel de las comisiones paritarias. En esta materia el RD Ley desarrolla en forma ciertamente extensa el contenido mínimo que debe contener al respecto el convenio, superando el limitado redactado hasta ahora en vigor. Así, los convenios deberán establecer, en primer lugar, un redactado relativo a los términos y condiciones para el conocimiento de los mecanismos de interpretación del convenio, lo que, en definitiva comporta una mayor exigencia reguladora, que supera el genérico texto legal anterior. En segundo lugar, se observa la posibilidad de modificar el contenido del convenio a lo largo de su vigencia por la propia comisión paritaria –aunque con la lógica previsión de que, en este caso, deberán incluirse en la misma a dichos efectos a las organizaciones no firmantes pero con suficiente representatividad-: es éste, sin duda, un cambio transcendente, que viene a romper la limitada capacidad de intervención que al respecto se había indicado por la jurisprudencia. En tercer lugar, el convenio deberá establecer los términos y condiciones aplicables para el conocimiento y resolución de las discrepancias surgidas en los períodos de consultas en materias de modificación sustancial de las condiciones de trabajo y descuelgue salarial (aspecto ciertamente novedoso, en tanto que parece obligar a la paritaria a intervenir en estas materias), lo que se conecta –en cuarto lugar- con los mecanismos de intervención en el caso de inexistencia de representación de representantes de los trabajadores. Y en quinto lugar, se establece la necesidad de regular los procedimientos y plazos de actuación de la comisión de paritaria para garantizar la rapidez y efectividad de su actuación y la salvaguarda de los derechos de los afectados, con especial singularidad respecto a cómo se solucionan las discrepancias en su seno, con sometimiento en su caso a los sistemas extrajudiciales.


Por otra parte, el art. 91 ET sufre una especial modificación: se refuerza ostensiblemente el papel de interpretación del convenio colectivo por parte de la comisión paritaria, que ahora claramente pasa a ser el organismo principal –y no subordinado, como parecía del texto vigente hasta la fecha- de dicha actividad. Es más: ese trámite de autorregulación resulta ahora –ex lege- necesario para acceder a los sistemas de autocomposición, de conformidad con el nuevo redactado del art. 91.3 ET En todo caso, no deja de llamar la atención que se haya perdido la oportunidad de abrogar de una vez por todas la singular figura, de origen franquista, del conflicto colectivo de interpretación en sede judicial. No deja de ser sorprendente que las partes que han firmado un contrato se dirijan a un juez para que les diga cómo interpretar lo que ellas mismas han suscrito unos pocos meses antes.


10. Finalmente –en cuanto al análisis del RDL 7/2011, por lo que hace a la negociación colectiva- cabrá indicar un logro ciertamente significativo: la substitución de la caduca Comisión Consultiva Nacional de Convenios Colectivos por el Consejo de Relaciones Laborales y Negociación Colectiva, al que se atribuyen, entre otras competencias, las relaciones con el SIMA, la elaboración de estadísticas sobre contenidos negociales –aunque en buena medida se siguen observando parámetros productivistas-formales-, la realización del –necesario- mapa de la negociación colectiva, etc. No deja de ser criticable que no se haya observado en forma expresa la necesidad de elaborar una base de datos que contenga las regulaciones convencionales de la flexibilidad.


11. Las sensaciones que me produce esta reforma laboral no dejan de ser contradictorias. En efecto, si se limita la valoración al contenido meramente formal cabrá indicar que la nueva regulación sobre aspectos como la negociación en los grupos de empresa o entidades empresariales asimiladas, la nueva potenciación indirecta de los sistemas extrajudiciales, la mayor seguridad jurídica del procedimiento de negociación, la atribución de mayores competencias negociales a las secciones sindicales y a las comisiones paritarias, la cobertura de algunos vacíos respecto a las legitimaciones de negociación, el mantenimiento de la ultractividad –de momento, con la que está cayendo- o la creación del Consejo de Relaciones Laborales y Negociación Colectiva, ha de ser forzosamente positiva.
Ahora bien, debe señalarse que, a la postre, buena parte de esos contenidos novedosos no tenía porqué ser desarrollados por Ley alguna: bastaba con un acuerdo interprofesional. Es cierto que el art. 37.1 de la Constitución contempla que la Ley garantizará el derecho a la negociación colectiva. Pero no lo es menos que resulta absurdo que papá-Estado tenga que venir a decirles a los agentes sociales en qué período deberá constituirse la comisión negociadora, la duración de la negociación o el número máximo de miembros de cada banco, por poner algunos ejemplos. Sin duda que los efectos de un convenio y otras cuestiones conexas –como, por ejemplo, las legitimaciones necesarias- requieren la intervención del Parlamento, en tanto que no afectan únicamente a patronal y sindicatos, sino a los ciudadanos en general. Sin embargo, cómo se negocia, dónde se negocia, qué se negocia y la reglas de concurrencia entre lo que se negocia deberían ser un ámbito exclusivo y excluyente de la autonomía colectiva, dentro de los límites fijados por la heteronomía (entendida aquí como interés público).


Por tanto, cabrá colegir que el RDL 7/2001 no es nada más que la constatación de un fracaso: el de los agentes sociales que tras casi treinta y cinco de práctica de negociación bajo el actual modelo constitucional son incapaces de autorregular, por ellos mismos, las reglas, contenidos y prácticas de los convenios (máxime cuando llevamos un montón de sucesivos acuerdos interconfederales de negociación colectiva, sin efectividad real). Empezaba estas reflexiones constatando la incapacidad del actual sistema de negociación para superar el papel delegado de la Ley –en lógica de orígenes franquistas- en el ejercicio del potente instrumento que es la negociación colectiva: la norma aquí analizada es un buen ejemplo de esa tendencia. Desconozco el intríngulis de la concertación social fallida; mas, en todo caso, lo que debería haberse exigido es eliminar del Estatuto de los Trabajadores todos esos aspectos básicamente procedimentales y su sustitución por un acuerdo interprofesional. Y mucho me temo –aún con el riesgo de hablar sin conocimiento de causa- que ello nunca fue así.


12. Con todo, resulta evidente que esa intervención legislativa –en los términos expuestos en el apartado anterior- podría haberse producido hace décadas, en tanto que la inexistencia de normas procedimentales, las dificultades de determinación de ciertos ámbitos de negociación, los problemas hermenéuticos de las legitimaciones de negociación en determinados supuestos, las reglas de concurrencia o la ineficacia y problemática dispositiva de las comisiones paritarias, han venido siendo denunciadas por múltiples autores desde hace muchos años.


Por tanto, resulta evidente que la intervención legislativa en estos puntos es incidental. El objeto esencial de la reforma del modelo de negociación colectiva –como la propia Exposición de Motivos del RDL reconoce- es la adaptación de los convenios a los nuevos retos de la flexibilidad interna en las empresas.


Y es aquí donde me surgen las dudas y de dónde deriva mi valoración negativa. De entrada, cabrá reiterar –cómo he dicho anteriormente- que aunque es cierto que los convenios colectivos en general han sido renuentes a regular el nuevo modelo productivo y de organización de la empresa, no pueden existir aquí reglas generales, en tanto que dicha flexibilidad ni es universal en todos los sectores, ni tiene las mismas características en cada empresa. Por tanto, deberá estarse a una regulación a medida, en tanto que el modelo pret-a-porter del fordismo –aunque es cierto que éste tampoco era universal, como me reprocha siempre mi buen amigo Ramon Alós en mis análisis-, de talla única, ya no sirve en muchos supuestos. Lo que no quiere decir que sí sea útil en algunas empresas o sectores.


No puede obviarse, en consecuencia, que la regulación de la flexibilidad no puede ser única, ni universal: dependerá de qué se produce, de cómo se produce, del tipo de empresa, del modelo de actividad, de la conformación del colectivo de asalariados… Por eso, la Ley no puede imponer parámetros únicos. Y la Ley sólo puede imponer un modelo uniformizante, por definición.


El papel de adaptación a lo nuevo de las relaciones laborales correspondía, en exclusiva, a la negociación colectiva, que es, también por definición, diversa. Y es obvio que los convenios, hasta ahora, no han estado a la altura del embite. Las consecuencias de esa omisión son conocidas: de un lado, la potenciación de la autonomía decisoria del empleador. Por otro, y más significativo, la proliferación indeterminada y generalizada de pactos y acuerdos de empresa que nadie controla y nadie conoce.


Desde mi punto de vista lo aconsejable hubiera sido alejar al legislador de la regulación convencional de la flexibilidad. Y, por tanto, que los agentes sociales hubieran sido capaces de establecer, por un lado y a nivel confederal, los criterios generales de adaptación de las relaciones laborales a la flexibilidad, entendiendo por tal la de carácter bidireccional, lo que debería haber significado alejarla de una noción meramente productivista, e integrarla también en el acerbo contractual de los trabajadores –básicamente, disponibilidad sobre el tiempo de trabajo, movilidad funcional y ejercicio de derechos de conciliación de la vida laboral y familiar-. Y luego, en el ámbito sectorial, deberían haberse adaptado esos parámetros generales a la realidad del sector, permitiendo su concreción, reglada en el convenio y controlada y fiscalizada por la comisión paritaria, en los pactos y acuerdos de empresa. Por tanto –en relación a este último nivel, de empresa- la “legalización” convencional de esos acuerdos y pactos, que ya existen. Y si alguien considera –como he oído en varias ocasiones- que ese desiderátum es irrealizable, cabrá recordar que ése es el modelo del convenio general de químicas.


Con ese modelo alternativo se habría: a) concretado con carácter general la regulación de la flexibilidad y sus límites; b) adaptado la misma a cada realidad; c) potenciado el poder del sindicato; y d) resituado en clave de poder autónomo la negociación colectiva.


Es obvio que la alternativa ha sido otra: sin establecer qué es la flexibilidad, sus contenidos y sus límites, se ha abordado únicamente el instrumento regulador, con carácter general. Se ha buscado como culpable al pobre y digno convenio sectorial provincial, sin diferenciar entre sectores o tipos de empresa. Y ello comporta, al fin, que el debate sobre la regulación de la flexibilidad tenga más visos de discusión sobre la distribución de poder en el interno de los agentes sociales que de otra cosa.
Y, por otro lado, se potencian los convenios de empresa. Es decir, que si hasta ahora teníamos seis mil convenios es probable que de aquí poco su número se incremente… Pero es que, además, ese modelo meramente instrumental está condenado al fracaso. Porque la flexibilidad, como tantas veces he afirmado, está en la empresa y la ley permite ahora una doble adaptación a la misma: la del convenio empresa y, muy especialmente, los mecanismos de modificación sustancial de las condiciones de trabajo, del art. 41 ET, que tras la reforma de la Ley 35/2010 permiten una disposición prácticamente universal del contenido del convenio sectorial –salvo jornada- y con una limitada intervención judicial en sus causas, si hay acuerdo.


Una pregunta para el hipotético lector que haya llegado hasta esta parte de mis locas disquisiciones: si usted fuera empresario y tuviera problemas de adaptación a la nueva realidad productiva ¿por qué optaría? ¿Por pactar con el comité de empresa –o con los delegados elegidos por los propios trabajadores que en una pequeñísima empresa podrá fácilmente controlar- apartarse del convenio sectorial en aquello que le interesa, en un plazo máximo de quince días y sin mayores formalismos o subscribiendo un pacto de empresa que nadie controla? ¿O por negociar un convenio, contratando abogados, Presidentes, en un plazo de meses, con formalismos, levantando actas, con tramitación administrativa, con control de legalidad y con publicación en el diario oficial correspondiente?


Creo que la respuesta por la primera opción es obvia. Por eso estoy convencido –y ojala me equivoque- que la reforma está condenada al fracaso. Porque el problema no está en la Ley. El problema está en el contenido de los convenios y sus mecanismos de desarrollo. Y eso –por lógica democrática- no puede suplirlo el legislador, por muy cargado de buenas intenciones que esté.


O hay un cambio de orientación en la lógica negocial de sindicatos y patronales –lo que conlleva un cambio en sus estructuras organizativas- o la adaptación “a lo nuevo” seguirá sin desarrollar todas sus potencialidades, tanto en relación a la productividad, como respecto al nuevo poder del sindicato –ergo, del Derecho del Trabajo- en el nuevo paradigma.


Y aquí les dejo. Me voy al ágora con los indignados.



Radio Parapanda. Sobre nuestro Simón Rosado: http://www.boe.es/boe/dias/2011/06/25/pdfs/BOE-A-2011-10998.pdf





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