sábado, 3 de febrero de 2018

El palacete de Waterloo


Mientras Carles Puigdemont se instala confortablemente en Waterloo, el universo independentista sigue con sus vueltas y revueltas para encontrar una solución que desemboque en la investidura y la formación de un nuevo gobierno. Sigue, pues, la absurda dramaturgia de diversos personajes en busca de autor. El hombre de Bruselas tiene ya su personal Peñíscola para mantenerse, como aquel Benedicto, en sus trece. Porque ¿qué es un presidente sin su propio palacio? Un palacio, además costeado, en el mejor de los casos, con dinero privado. Se dice que el millonario gerundense Josep Maria Matamala corre con los gastos; de donde –tensando, pero no distorsionando la cosa--  llegamos a la conclusión de que la presidencia simbólica estaría privatizada. 

La solución, dispensen el uso del término,  que se atisba es la siguiente: se elige a un presidente simbólico, a través de un artificio parlamentario sin validez jurídica y, así mismo, se elige a un presidente efectivo.  La ficción en Waterloo y la realidad en Barcelona. Chocante coexistencia. Es sorprendente que, a estas alturas, sigan pensando algunos que el Estado va a permitirles tamaña chapuza.

Como sorprendente es que el independentismo siga subordinado a una sola persona. Los fieles de Puigdemont lo están porque siguen viviendo en la ficción de un cantar de gesta; Esquerra Republicana de Catalunya vive sin vivir en ella porque sabe perfectamente que, al menos un 40 por ciento de sus votantes, son partidarios de la investidura del hombre de Bruselas. Unos y otros atrapados en la acendrada práctica del perro del hortelano. Pero todavía no son conscientes de haber perdido capacidad de intimidación al Estado.

Waterloo podría querer significar que su inquilino no tiene ningunas ganas de regresar. Y, por tanto, se dispone a una larga estancia en la que pueda exhibir su músculo legitimista. Sus poderes burocráticos serían el twitter y otros aperos telemáticos para seguir manteniendo el rescoldo de sus parciales. En todo caso, el ilustre inquilino no parece tener en cuenta que a medio plazo sus intereses podrían no coincidir con los del «gobierno efectivo» en cuyos pucheros también está el Señor. Mientras tanto, seguirá lloviendo arrobas de confusión.

En resumidas cuentas, Waterloo y su inquilino tienen toda la pinta de recordarnos aquel famoso personaje barojiano, el rey de la Patagonia, que paseaba su soledad por los salones parisinos.  Aunque probablemente alguien considere más adecuada la referencia a Esperando a Godot:

«Vladimir: ¡Qué! ¿Nos vamos?
Estragon: Sí, vámonos.

(No se mueven).»

No hay comentarios: