domingo, 19 de julio de 2015

Pablo Iglesias y la Transición

Nota editorial.-- Apoyado en el quicio de la casa está mi maestro Angel Abad, padre noble de la izquierda y fundador preclaro de Comisiones Obreras. A su lado Jorge J. Sánchez y Javier Tébar.


Pablo Iglesias el Joven ha publicado un importante artículo en El País de hoy:  Una nueva Transición. Es remarcable que el primer dirigente de Podemos haya introducido en su reflexión una serie de variables, auténticas novedades, en su discurso que, dicho de manera directa, constituyen una cierta rectificación de  lo que ha dicho hasta la presente. 

Era moneda corriente que Iglesias y sus allegados, aunque no solamente ellos, echaran pestes de la Transición y, además, le achacaran casi todos los males que, de un tiempo a esta parte, estamos sufriendo. Posiblemente los recientes acontecimientos griegos hayan motivado una serie de reflexiones en Iglesias y, al ver las consecuencias reales –no abstractas, por tanto--  de las veleidades de doña Correlación de Fuerzas, le ha llevado a repensar no pocas cosas.

Las novedades del pensamiento de Iglesias aparecen cuando se califica la Transición como «exitosa». Como un «proceso de metamorfosis pilotado por las élites del franquismo y de la oposición democrática que hizo que España pasara de ser una dictadura a transformarse en una democracia liberal homologable». Parece, además, acertado que Iglesias haya citado la frase de Manuel Vázquez Montalbán cuando afirmó que la Transición fue el resultado de una «correlación de debilidades».  Ni las fuerzas de lo viejo, ni las que se disfrazaron de lo nuevo para no infundir sospechas, ni las organizaciones democráticas pudieron imponer sus planteamientos de manera neta y total. Hubo que pactar: lo hizo Togliatti con el mariscal Badoglio, lo ha hecho Tsipras en otro contexto.

Así pues, la cesura está en que la Transición ya no es ese acto de «traición», sino el resultado de una correlación de fuerzas. Que es algo que no infrecuentemente se olvida en  textos académicos.  

El interés de esta rectificación no es sólo ni principalmente de carácter historicista. Está en la utilidad para hoy de esa importante variable que es la correlación de fuerzas que no surge de la nada sino de los sujetos políticos y sociales que la generan cotidianamente en una u otra dirección.

Un matiz me parece necesario añadir a la frase: la Transición no fue sólo el resultado de las «élites». Fue, además en no pequeña proporción, el resultado —también «exitoso»-- de miles, gigantescas movilizaciones. Pierre Bordieu hubiera podido decir que salimos de la dictadura con una clase obrera probable que se fue convirtiendo en clase movilizada.  Y, en un sentido contrario, fue también el resultado de las maquinaciones de los ultras que veían que se les acababa el modus vivendi: pongamos que hablo de los asesinatos de los abogados laboralistas de Atocha. Menos aún se puede echar en saco roto el real mando en plaza que ostentaba cierto sector del generalato. Así pues, una valoración sensata y políticamente eficaz de la Transición tiene interés historicista, pero fundamentalmente para las cosas de nuestros días. A saber, ¿dónde y qué amplitud tiene la resistencia a los cambios que necesita la sociedad española y la plítica de nuestro país;  y de qué manera se va construyendo
una alternativa a las fuerzas que se resisten al cambio.  

Digamos las cosas por su nombre: la participación del conjunto asalariado y de los movimientos sociales de aquella época fue un elemento incisivo para darle la vuelta a la tortilla. Reducir aquello a una pugna de élites es un improvisado contagio de Iglesias de las fuerzas que nunca estuvieron interesadas en valorar el papel –repito incisivo--  de aquel poliédrico conflicto social.

No comparto, por otra parte, el carácter que Iglesias le da a los Pactos de la Moncloa: «que abrieron el camino a la versión española de desarrollo neoliberal», dice Pablo Iglesias el Joven. Se puede tener una u otra opinión sobre el contenido de aquellos pactos, pero lo que no tiene sentido es caracterizarlos como germen del desarrollo neoliberal. Aquí, el ilustre articulista  ha metido la pata hasta el corvejón. Es más, a un politólogo de la altura de Iglesias le es exigible seriedad y no confundir la democracia liberal con el neoliberalismo. Reabra, pues, Iglesias los libros de Duverger, Dahrendorf y otros académicos templados y verá la diferencia. No induzca el profesor Iglesias al fracaso escolar con estos planteamientos.

Es más, lo que sí se abre con los Pactos de la Moncloa y la Constitución –alguien tendría que empezar a decirlo--  es el camino hacia la construcción de un welfare como nunca se había tenido en España: esa senda que se abre representa, hasta que las cosas muy posteriormente se truncan, es el proceso más fecundo en conquistas sociales, derechos y poderes. Es decir, en bienes democráticos. El problema o las paradojas, que diría Bruno Trentin, de la izquierda están también en que sólo se valoran determinadas cosas cuando están en riesgo de perderse o se han perdido. Es entonces cuando las izquierdas se ponen a llorar y, tañiendo el chisme triste, cantan aquello de «¡Ay de mi Alhama!», que inmortalizó el último nazarita cabalgando en una mula desde la Puerta de Elvira a la de Bibarrambla.

Vale la pena recordar que aquel almacén de bienes democráticos que se fue consiguiendo in itinere merced a gigantescas movilizaciones de masas. ¿Hay que insistir en ello?  


Pues sí: hay que recordarlo porque Jorge Manrique nos incita a despertar el seso dormido; porque el ideológico revisionismo de la derecha quiere aplastar todo intento de intimidación; porque el aparentemente inocente revisionismo de izquierdas se orienta a decir que la historia empieza con ellos; porque las izquierdas que se autoproclaman alternativas debe recordar la rentabilidad del conflicto social cuando se plantea con inteligencia y tino. 

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