miércoles, 22 de abril de 2015

Ada Colau y Marcelino Camacho




Ada Colau tiene una cara suficientemente conocida entre la ciudadanía. Lleva años saliendo en los medios comunicando con pasión controlada y punto de vista fundamentado con una pizca de agradable picardía. Es, además, una cara que seduce no sólo a sus parciales. Y por encima de todo, incluso en la polémica más áspera, nunca pierde los papeles. Por eso me ha parecido que la inclusión de su rostro en la papeleta electoral es un ejemplo de innecesaria sobredimensión de su figura. Es innecesaria tanto estética como mediáticamente. Ada Colau no necesita ningún tipo de postizos.

Esa sobredimensión corre un peligro: su deslizamiento al culto a la personalidad con todos los riesgos que conlleva. El culto a la personalidad que, (cuando se da) es distinto a la estima y respeto a quien dirige, no es cosa que aparezca de improviso, sino como acumulación de detalles inducidos “por arriba” y gestos de admiración desatada y acrítica desde abajo. Que, en un principio, parecen incomodar al líder, pero que mutatis mutandi acaban por envolverlo: finalmente el líder acaba auto encumbrándose y auto legitimándose. El líder, pasado un tiempo, considera como cosa natural  que dicho «culto» le es debido.

Ada Colau debe estar vigilante, pues la macha hacia el ensalzamiento se produce, primero, de manera lábil y, después, vertiginosamente. Metafóricamente hablando: se pasa de la foto en la papeleta electoral a erigirse una estatua en vida. Ni de lo uno ni de lo otro tiene necesidad Ada Colau. Es más, me atrevería a decir que poner el acento en la participación, activa e inteligente, ciudadana se da de bruces con el tendencial culto a la personalidad que, como germen, denota la foto en la papeleta. Incluso podría decirse que a mayor culto a la personalidad, mayor es la distancia entre el personaje y sus ahinojados. 

Siempre sospeché que el culto a la personalidad no respondía a un afecto personal de la gente con su líder, sino de una especie de temor y admiración. Quien dirige, cuando es sentimentalmente querido, admirado y respetado, no acaba provocando el culto a la personalidad. Pondré un ejemplo que me es muy cercano: Marcelino Camacho.

Era imposible caminar con Marcelino por Barcelona, pues cada dos por tres se le acercaban no pocas personas  para saludarle e incluso “tocarle”. Era el afecto personificado, la admiración y el respeto. Era una curiosa cercanía de quienes nunca habían compartido proximidad física con él. Y es que Marcelino era fundamentalmente querido. Ni quería el culto a la personalidad ni le hubiera gustado. Recuérdenlo los asesores de la Colau y sépalo ella también.       

Dicho lo cual, me pregunto si no estoy sacando las cosas de quicio. O si con los años se me va acumulando, cada trienio que pasa, una arroba de pejiguería

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