sábado, 21 de febrero de 2015

EL TRABAJO INHUMANO: CONVERSANDO CON VÍCTOR GÓMEZ PIN



Esta es mi intervención en el Museu d´Història de Catalunya el 18 de febrero en el contexto del cincuentenario de Comissions Obreres de Catalunya



Es importante que el sindicato –como sujeto cultural que es--  converse con un filósofo y, en este caso particular, con el profesor Víctor Gómez Pin. Más todavía si el motivo de este diálogo versa sobre el trabajo a propósito de su último libro Reducción y combate  del animal humano, que recientemente ha publicado Ariel. Entiendo que Comisiones Obreras es perfectamente consciente de la importancia de esta reflexión, que indica que la gran cuestión del trabajo requiere la aportación de los saberes y conocimientos de las más diversas disciplinas  y, entre ellas, de la filosofía. Lo que, en el fondo, implica una indudable y necesaria tensión intelectual: la que se desprende de la autonomía e independencia de métodos de análisis y soluciones de la reina del pensamiento y la del sujeto reformador.

El profesor Gómez Pin ya nos había adelantado en un importante artículo (El País, 27 de Marzo de 2012) que «Por eso es tan urgente denunciar las teorías pragmáticas que presentan como único bien al que colectivamente podamos aspirar la posibilidad de que alguna disminución de la amenaza laboral alivie un tanto el ofensivo terror al que los trabajadores se ven sometidos. Es simplemente insoportable que la polaridad entre trabajo embrutecedor y pavor a perder tal vínculo esclavo se haya convertido en el problema subjetivo esencial, en el problema mayor de la existencia. El tiránico orden social que posibilita tal cosa no es in-humano (sólo los humanos son susceptibles de forjar prisiones físicas o espirituales) sino literalmente des-humanizador, una máquina para impedir que los humanos seamos cabalmente tales». Me atrevo a decir que hace falta ser un tarugo para estar en desacuerdo con lo dicho.

Ecos similares a lo que expresa Gómez Pin aparecen en la obra de una pensadora, que siempre fue inquietante para la izquierda oficial y el sindicalismo tradicional, concretamente Simone Weil. Sobre ella pontificó, en este caso, un desvergonzado Trotsky afirmando «que estaba loca de atar», negándole su condición de revolucionaria y, por lo tanto, condenándola al Limbo. Y, al mismo tiempo, enviaba una recomendación oblicua a las gentes de izquierda como si dijera: no lean a esta señorita que tiene la cabeza llena de pájaros. Menos mal que posteriormente nuestro amigo Bruno Trentin vino a poner las cosas en su punto en su obra canónica La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo, que editó la Fundación Primero de Mayo (1). Más todavía, cuando nuestro amigo italiano nos incitó a estudiar aquella izquierda que nunca había vencido y, de paso, desintoxicándonos de la izquierda institucional, que él llamó «sinistra vincente».  

Vale la pena advertir que la reflexión del profesor Gómez Pin sigue teniendo ahora plena vigencia: las nuevas tecnologías, gobernadas discrecional y unilateralmente, están reproduciendo la inhumanidad de los sistemas de organización del trabajo fordista y taylorista. Ahora bien, para superar esa «inhumanidad» es preciso que nos propongamos un discurso radicalmente nuevo, acorde con el diverso paradigma en que nos encontramos, de un lado; y, de otro lado, para superar definitivamente el discurso tradicional de una buena parte de la izquierda con relación al trabajo. Empecemos por aquí.

De una manera desacomplejada Bruno Trentin refiere en el citado libro el gran dilema que tuvo la izquierda en torno a qué es lo primero si transformar la sociedad, y especialmente el trabajo, o la conquista del poder. Y, comoquiera que optaba por que lo primero fuera la conquista del poder, dejaba como variable dependiente de ello la transformación del trabajo. Sin embargo, una vez instalados en el poder los bolcheviques asumieron el taylorismo que, desde sus inicios lo aplicaron con un férreo voluntarismo jacobino al que Trotsky, empeñado en su caprichoso intento de militarizar el trabajo, exacerbó todavía más. La síntesis de todo ello está expresada por Trotsky: «El obrero no hace mercantilismo con el gobierno soviético, está subordinado al Estado, le está sometido en todos los aspectos por el hecho de que es su Estado» (en su obra Terrorismo y comunismo). 

La conclusión de ello fue dramática: en el llamado socialismo real, el trabajo acabó deshumanizado no sólo por la asunción del taylorismo como sistema definitivamente dado sino por la aparición de una paraesclavitud de masas. Vale la pena traer a colación el caso del ingeniero Palchinsky y sus compañeros del llamado partido industrial, opositor férreo de la implantación del taylorismo cuartelario en la URSS, y por ello fue ejecutado por Stalin en 1928. Sépase que Palchinsky había sido un luchador antizarista y consecuente revolucionario (2). Y, durante toda su vida profesional, destacó por su preocupación por la humanización del trabajo. 

La visión de Antonio Gramsci sobre el trabajo tiene otro enfoque. Me apresuro a decir que no nos vale tampoco. En los Cuadernos de la Cárcel, Gramsci hace una exaltación del taylorismo, que en buena medida ha contaminado a la izquierda del siglo XX. La diferencia con Lenin y, todavía más con Trotsky, radica que --a diferencia de éstos-- no considera que el taylorismo sea un sistema de organización del trabajo definitivamente dado, sino “mientras tanto” no somos capaces de elaborar uno propia. No obstante, esta concepción viene acompañada por un planteamiento inquietante: Gramsci, que no niega la humanización del trabajo y que no la traspone a la toma del poder, plantea que, en el socialismo, el trabajo debe significar una «coerción» libremente asumida por el trabajador, configurando una forma de accesis, «increíblemente próxima a la mortificación de la carne que aprisiona la fe.» (3).

Doy por sentado que estos referentes son inaceptables. Y partiendo de las observaciones del profesor Gómez Pin es preciso que nos arremanguemos las mangas para elaborar un discurso –radicalmente nuevo, decía un servidor--  en torno al trabajo. Voces hubo en la izquierda que lo intentaron. Por ejemplo, Karl Korsch que habló de la «autoliberación» de la clase obrera, que le permitiera la autodeterminación de las condiciones de trabajo, combinado con la praxis del control en los centros de trabajo. O las propuestas del Guild socialism   en torno al control de la organización del trabajo. Entiendo, pues, que el diseño de un proyecto –sabiendo que un proyecto no es un zurcido--  en torno al trabajo debería empezar por el conocimiento de las experiencias heterodoxas de esas izquierdas que no triunfaron.

Una cosa es cierta: para enhebrar dicho proyecto, esto es, la humanización del trabajo, no nos valen la mayoría de los contenidos de la negociación colectiva. Lamento recordar que más de un setenta por ciento de la negociación colectiva, en lo atinente a los temas de la organización del trabajo, son mera repetición de las cláusulas de las viejas (y ya desaparecidas) Ordenanzas Laborales. Repetidas al pie de la letra.  Con ese material de ropavejero no vamos a ninguna parte que valga la pena.

El sindicalismo es un sujeto imprescindible para proceder a ese proyecto. Pero no es el único. Así es que sería de lo más necesario que estableciera un diálogo permanente, tal vez mediante un foro estable, entre sindicalistas e investigadores sociales y con todo un importante batallón del conocimiento. En caso contrario, se corre el peligro de quedarnos en la reserva de los últimos mohicanos. 
    
     (1) En formato digital:    http://metiendobulla.blogspot.com.es/
(2) Loren R. Graham, El fantasma del ingeniero,,  que murió ejecutado (Crítica, 2001)

     (3) Bruno Trentin. La ciudad del trabajo. Página 191



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