lunes, 15 de diciembre de 2014

LOS BROTES NO SON VERDES, SON BORDES



Nuevamente llamo la atención sobre los artículos del profesor Antón Costas en la sección sepia de El País. En el suplemento dominical de ayer mismo el reputado economista hablaba acerca de los «reformistas miopes» (1). El autor, que es también Presidente del Círculo de Economía de Barcelona, habla cuando Rajoy y su menguada claca echan las campanas al vuelo y, obscenamente alborozados, sentencia que la crisis es ya historia. El profesor Costas le responde con punto de vista fundamentado. Y, partiendo de los datos que ofrece el Informe mundial sobre salarios 2014 – 2015 de la OIT deja dicho algo tan tremendo como que «España es el país desarrollado en que más sube la desigualdad entre el 10 por cien más rico y el 10 por cien más pobre» (2). Es un jarro de agua helada contra los telepredicadores del poder: los datos frente (y contra) la jerigonza y tergiversación del lenguaje político; los datos contra el libelo de la agitación propaganda gubernamental.

Ahora bien, nos permitimos disentir del profesor Costas en un aspecto que nos parece esencial. Antón Costas nos dice: «No digo que los reformadores sean perversos, digo que son miopes; es decir, cortos de mira y perspicacia. Acostumbran a fijarse en la primera derivada de las reformas: sus efectos sobre la competitividad y la eficiencia. Pero olvidan la segunda derivada, la más importante: los efectos sobre la equidad y los equilibrios políticos de la sociedad. Las reformas en España y en la Unión Europea han pecado de esta miopía». Un servidor ve las cosas de otra manera. En primer lugar, me atrevo a negar la mayor: estos reformistas no son miopes, hacen las cosas a sabiendas y queriendas. Son los servidores de las nuevas «clases ociosas», las franquicias hoy de las que hablara para su época  Thorstein Veblen (3).

Estos sedicentes reformistas han tomado nota de la derrota del capitalismo schumpeteriano (con el que nosotros nos enfrentamos) al que le ha ganado la partida de naipes el capitalismo financiero, el mismo que ha provocado las dos crisis más terribles de los últimos cien años. El objetivo es la desvaloración del trabajo como necesidad, como condición permanente de la economía; este es el rasgo ideológico que pretende afirmar definitivamente.  No es, por tanto, miopía sino ideología.  Así las cosas, el turbocapitalismo necesita la política instalada –y sus gobiernos respectivos--  como mamporreros para que la ciudadanía que trabaja sufra la presión de los más fuertes, convirtiéndose en contraparte directa en vez de asumir su función de mediación entre los intereses diversos.  De esta manera se preparan (y se intentan consolidar) las condiciones para provocar una nueva acumulación capitalista en este contexto de la innovación tecnológica. Este es el papel que las clases ociosas encargan, entre otros, a Mariano Rajoy y Matteo Renzi.  Hay que romperle, pues, el espinazo al trabajo y, de momento, deteriorar la condición asalariada que se desprende del trabajo. Rompe por ahí –se dicen--  y acabarás destartalando las organizaciones sociales que tutelan y representan el trabajo. Una operación incompleta si no estuviera acompañada por el bonapartismo político al uso.  

Un bonapartismo al que le sobran los jueces que, ante el poder, aparecen como sospechosos a la hora de impartir justicia. Por ello el poder político trata de debilitar sus funciones tanto en el terreno laboral como en el civil. Dijo la Ministra Báñez en un acto en Bilbao en una reunión organizada por el Círculo de Empresarios: tengo más miedo a los jueces que a los hombres de negro (4).  Para este bonapartismo ya no vale la separación de poderes sino el debilitamiento y la consunción del poder judicial. Lo que debería promover una seria reflexión sobre el particular.

Así pues, querido profesor Costas: no le dé más vueltas a la cabeza. Nuestros reformadores no son ni miopes ni astigmáticos. Son tan bordes como los brotes bordes, que no verdes. 







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