jueves, 25 de septiembre de 2014

LA CONSTITUCIÓN QUE YO VOTÉ (Y POR QUÉ AHORA QUIERO VOLVER A VOTAR)


Miquel A. Falguera i Baró, Magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña


1. Una especie de historia de desamor.

En 1978, cuando se celebró el referéndum de la Constitución yo tenía veinte años. Era un joven militante comunista, que no pudo votar en las elecciones de 1977 porque entonces la edad mínima para hacerlo era de 21 años (lo que se modificó poco antes del referéndum constitucional para incentivar la participación).

Por tanto, mi estreno como votante fue con ocasión de la aprobación de la vigente Constitución, la misma que intento aplicar, con mejor o peor resultado, en mis sentencias.
Debo confesar, sin embargo, que voté a favor sin un pleno convencimiento. Lo hice porque ésa era la consigna del partido. Pero me asaltaban las dudas de si no se podía ir más allá en el pacto constitucional. Reflexionando ahora me doy cuenta de que mi visión era periférica, en tanto que se correspondía con la correlación de fuerzas en Cataluña: aquí sin duda se podría haber ido mucho más allá. Pero ésa no era la realidad en todo el Estado. Ese resquemor fue creciendo con el tiempo en buena parte de la militancia comunista (el runrún de los límites de la transición y los Pactos de la Moncloa) y en gran medida explica la ruptura del PSUC en 1981.

Pero batallitas a parte, cada vez tengo más la sensación de que la Constitución que yo voté no es la misma que la que estoy ahora aplicando, aunque formalmente su redactado sea prácticamente el mismo.
La Constitución que yo voté permitía modelos económicos y sociales como el vigente; pero también otros de planificación económica (art. 131), o basados en políticas expansivas del gasto público. La reforma del 2011, aprobada con predeterminación y alevosía en pleno mes de agosto de 2011 sin refrendo ciudadano, imponiendo límites al gasto público puso fin a esa diversidad de sistemas económicos.
La Constitución que yo voté reconocía el derecho a la libre empresa, exigiendo a los poderes públicos la defensa de la competitividad “y, en su caso, de la planificación” (art. 38): esta última previsión jamás ha sido llevada a término.
La Constitución que yo voté establecía que la propiedad privada tenía una función social (art. 33.1) que debía desarrollarse por el legislador. Ese mandato tampoco nunca se ha llevado a cabo.
La Constitución que yo voté reconocía el derecho a la vivienda de todos los ciudadanos (art. 47) previendo que “los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”. Repito: “impedir la especulación”. ¿Hacía dónde miraban los poderes públicos cuando este país se convirtió en la orgía internacional de la especulación inmobiliaria, lo que nos ha llevado a la situación actual? (en una tónica que vuelve poco a poco a emerger en los actuales momentos).

La Constitución que yo voté consagraba el derecho de participación en la empresa (art. 129.2), en un mandato que permitía ir mucho más allá de la mera audiencia o notificación de documentación vigentes. Y ello en un precepto que, por cierto, preveía que los poderes públicos “establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de producción”.

La Constitución que yo voté reconocía el derecho al trabajo, como algo más que una declaración genérica del “derecho a trabajar”, en tanto que de su contenido se difería la constitucionalización del núcleo esencial de las tradicionales tutelas iuslaboralistas (art. 35), especialmente en materia de despido. Y, aunque esas tutelas se situaban en un marco de paridad con el derecho a la libre empresa existía una descompensación a favor de las mismas, en tanto que el derecho al trabajo se cohonestaba en determinados supuestos con los derechos fundamentales a la libertad sindical y la huelga, en relación al de negociación colectiva. Ese modelo se ha dinamitado por la reciente STC 119/2014 –respecto a la reforma laboral del 2012- privilegiando los poderes del empleador sobre los derechos de los trabajadores, en aras a una situación de crisis relacionada con la “productividad” de las empresas y resituando a la baja el papel decisorio de la negociación colectiva.

La Constitución que yo voté establecía que “ninguna religión tendrá carácter estatal” (art. 16.3). Sin embargo en múltiples actos oficiales se ofician celebraciones canónicas (e, incluso, en el propio Tribunal Supremo figura una gran cruz) Ello por no hablar de la constante intervención de la Iglesia Católica en la política.

La Constitución que yo voté intentaba dar respuesta al “problema catalán”  (y también  al vasco), hablando en el artículo 2 de “nacionalidades y regiones” y estableciendo un modelo de comunidades autónomas muy similar al ideado en la Constitución republicana de 1931 –legalizando en la práctica el previo reconocimiento de la Generalitat de Cataluña efectuado por el Gobierno de Suárez un año antes-. Sin embargo, tras la LOAPA –cuando aún sonaban los ecos del golpe de Estado del 23-F- el sistema devino simplemente una forma de organización del Estado, sustituyendo las antiguas regiones, diluyéndose en la práctica las exigencias populares en determinadas zonas de reconocimiento de sus singularidades.

La Constitución que yo voté contemplaba en el artículo 122 un Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que en la práctica se constituía en garante de la independencia de los jueces. Pero progresivamente (especialmente, tras las últimas reformas) dicho órgano ha dejado de cumplir esa función para convertirse en algo así como la delegación del Gobierno en el poder judicial, previos acuerdos politizados en sede parlamentaria.

La Constitución que yo voté regulaba la independencia de jueces y tribunales (art. 117.1) Pero a lo largo de los últimos treinta y cinco años la justicia se ha convertido en la pariente pobre de la democracia, negándosele los medios necesarios para cumplir el mandato constitucional. A ello cabe sumar el sistema de nombramientos de presidencias de órganos colegiados y del Tribuna Supremo, mediatizados por un CGPJ politizado. Y está en el Parlamento un proyecto de modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial que somete a todos los jueces y tribunales a los criterios del Tribunal Supremo –lo que impedirá visiones alternativas en la interpretación de normas- o que limita el acceso a las cuestiones de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional o las prejudiciales ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. A lo que cabe añadir la imposición de una especie de mordaza a las opiniones públicas de los jueces, lo que me lleva a un aviso al editor de este blog: si se aprueba dicho proyecto –cabrá ver cómo evoluciona en las Cortes, tras la dimisión de Gallardón- ya no podré colaborar en sus páginas.

No sigo en la lista de agravios. De hecho, podría ir comparando todos los artículos del texto constitucional con mi lectura juvenil de tres decenios y medio antes y constatar su realidad actual: seguro que en la inmensa mayoría de ellos hay desilusión. Mi relación con la Constitución es como la de aquella pareja que se casan sin mucho convencimiento y que, tras el decurso de los años, constatan cómo sus ilusiones de vida en común se han venido abajo.

2. Reforma o nuevo proceso constitucional

¿Podrían haber ido las cosas de otra forma? Ucronías aparte, es obvio que el actual texto constitucional hubiera permitido otra(s) lectura(s) No en vano nuestra Carta Magna ha sido calificada por los especialista como “abierta”.

De hecho, la citada STC 119/2014 legitima la reforma laboral del 2012 (especialmente por lo que hace a la degradación efectiva de la negociación colectiva respecto a la ley) recordando que en nuestro sistema rige el principio de alternancia política y que, por tanto, no existe una única lectura constitucional.
Ahora bien, ocurre que “otro modelo” tiene en la práctica una evidente dificultad: los Estados precisan de dineros para funcionar (y tienen, además, deuda acumulada) Y quién tiene los dineros –esos enigmáticos “mercados”- exige la puesta en marcha de políticas regresivas en materia social; por tanto, la reversión del pacto del que surgió el Estado del Bienestar –en nuestro sistema: el pacto constitucional- y, en consecuencia, que los ricos sean cada vez más ricos y que se desmantelen las tutelas hacia los menos afortunados.  Una lógica que en la práctica determina que los pactos sociales que se plasmaron en las Constituciones democráticas de los países en los que regía el Estado Social y Democrático de Derecho, deban ser desmanteladas. Un escándalo democrático –en el que juega un papel activo la propia Unión Europea- que se oculta a la ciudadanía o que si se expone en público se plantea como un chantaje ante el que no cabe otra salida (“tranquilizar a los mercados”, “exigencias de la troika”, “carta del Presidente del Banco Europeo”…) Por tanto, y en términos clásicos, algo similar a una oligarquía.

Y a ello cabe sumar la paradoja derivada de la evolución de determinadas culturas políticas. En efecto, aquel modelo “abierto” ha devenido en la práctica “cerrado”, como si le lectura del texto constitucional que se ha ido efectuando en los últimos treinta y cinco años fuera la única posible. Y en ese marco resulta que los que están invocando siempre la Constitución –por ejemplo, el Partido Popular- son los que no la votaron. Recuérdese en ese sentido que los diputados de Alianza Popular en las Cortes constituyentes o se abstuvieron –si no recuerdo mal, el señor Fraga- o votaron en contra (los denominados “cinco magníficos”, todos ellos ministros franquistas) Y si se busca en las hemerotecas aún podrán encontrarse incendiarios artículos de actuales prebostes populares vaticinando los males que nos iba a llevar la aprobación de la Constitución. Esos mismos, tras practicar el entrismo, son lo que hoy blanden nuestra Carta Magna como la razón última que impide cualquier cambio de modelo. Pues bien: ellos no la votaron, yo sí.

En estas últimas semanas el nuevo dirigente del PSOE viene reclamando un cambio de nuestra Constitución. Se trata, obviamente, de la constatación de que el actual texto ha devenido desfasado. Y es ésa una obviedad. Pero cabrá añadir: no sólo en el terreno territorial (“la cuestión catalana”) La Constitución hace aguas porque, en la lectura al fin que ha devenido hegemónica –la de la que no la votaron- ha impuesto un modelo “cerrado” de sus contenidos (con el consenso el algún caso del propio PSOE). Vuelvo a la paradoja: yo hoy no votaría la actual Constitución. Y –como ocurre en las parejas mal avenidas- no creo que sea yo el que haya cambiado…

Pero el problema es que en los actuales momentos no se trata de cambiar algunos contenidos. Se trata de articular otra democracia, más participativa y adaptada a la nueva realidad. O, si se prefiere, superar el actual modelo pseuoligárquico, avanzado en un terreno en que los ciudadanos sean lo que de verdad decidan.


No hay comentarios: