martes, 27 de noviembre de 2012

DE LAS TASAS JUDICIALES. 8 tesis


Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado Tribunal Superior de Justicia de Catalunya.

1. Las tasas judiciales no son nada nuevo. Son algo muy antiguo. Algo así como el denominado neoliberalismo, que tampoco tiene nada de novedoso.

De hecho, su antecesor, el arancel judicial,  es anterior al concepto del Estado moderno: en la etapa anterior a la instauración de los sistemas constitucionales actuales la justicia se financiaba a través de los mismos. El juez y su personal cobraban sus servicios de los justiciables a través de dicha vía. Y es obvio que ello abría un enorme boquete de agua en la imparcialidad de su actividad.

En la práctica las tasas judiciales desaparecieron en España en 1987 con la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita y su desarrollo reglamentario, y con ello se suprimió una fuente de corruptelas. Sin embargo, la absoluta gratuidad del costo del funcionamiento de la justicia para los ciudadanos pronto se vio matizada, con toda una serie de normas que, en los distintos órdenes jurisdiccionales vinieron a implantar, de nuevo, las tasas judiciales. Pero, esta vez, con una filosofía distinta: ya no se trataba tanto de que el justiciable aportara dinero por acceder a la justicia, sino de instaurar mecanismos de compensación social, de tal manera que aquellos justiciables que más litigaban, en relación a procesos generalmente muy complejos y reiterados –esencialmente, las grandes empresas- contribuyeran a los gastos que con ello se generaban que, en buena lógica del Estado social y democrático de derecho, no tenían porqué ser soportados por todos los contribuyentes (en una tendencia existente en prácticamente todos los países europeos).

Por tanto, como el colesterol, existen tasas judiciales malas y buenas. Las malas son aquellas que se imponen a todos, con independencia de sus rentas, y que tienen una única finalidad recaudatoria: en plata, se paga por acceder a un servicio público esencial como la Justicia. Las buenas, las que gravan el abuso de los poderosos que son, con mucho, los causantes de un mayor número de pleitos largos y complicados, generando con ello un mayor gasto al Estado y, en muchos casos, las demoras solutorias.

Las tasas “malas”, por ser universales y afectar a todos los ciudadanos con independencia de su renta y de la complejidad del asunto y la reiteración de pleitos, repugnan de entrada a la más mínima sensibilidad democrática. Y ello porque se trata de pagar por acceder a un derecho fundamental como el de tutela judicial efectiva (en una lógica extensible a otros supuestos, como por ejemplo la sanidad o la educación) Pero también, porque se trata de hacer pagar por el acceso a uno de los poderes –y servicios- que conforman el núcleo esencial del Estado moderno.

2. Contra aquello que muchos piensan la justicia no ha sido nunca gratuita. En efecto, el justiciable ha de hacer frente a una serie de gastos. En primer lugar, debe pagar  su defensa procesal –esencialmente, abogado o, en su caso, procurador-, salvo que goce del beneficio de justicia gratuita y se le haya encomendado un abogado de oficio en supuestos de pobreza –que la ley limita a las personas que en su unidad familiar no superen el doble del salario mínimo interprofesional (esto es, 1282,80 euros mensuales, aunque advierto que, si ése es su caso, no podrá elegir abogado, asignándole uno de oficio por el correspondiente Colegio de Abogados) En segundo lugar, hay una serie de gastos a los que la persona que recaba el derecho a la tutela judicial efectiva ha de hacer frente, esta vez derivados de la propia actividad judicial –inserción de anuncios, peritajes, copias y certificaciones, etc.-, de los que el justiciable que goza del privilegio de justicia gratuita también está exento. Y, por último, el ciudadano que accede a la justicia ha de abonar las costas judiciales de la contraparte en el caso de que pierda el juicio –lo que en la jerga procesal se denomina el principio del vencimiento-. A lo que cabe añadir que, si recurre, debe asegurar la cantidad a la que ha resultado inicialmente condenado y, además, abonar depositar una cantidad adicional, de objeto disuasorio, que sólo recobra en el caso que el recurso prospere (el depósito). 

Sin embargo en el ámbito laboral rige históricamente el principio de gratuidad de funcionamiento del aparato judicial. Ocurre así desde las Leyes de Tribunales Industriales de 1908 y, especialmente, de la Ley de Organización Corporativa Nacional de Primo de Rivera –el claro precursor de las normas procesales del orden jurisdiccional social-. Lo que ocurre es que se trata de una gratuidad compleja y no absoluta. Así, las partes –salvo que gocen de justicia gratuita- han de pagar sus gastos de defensa y, por tanto, el abogado y, en su caso, el perito que aporten como prueba de parte al juicio. Y también deben hacer frente tanto a las costas procesales por la asistencia letrada de la contraparte si plantean recurso (no, en la primera instancia, como en otras disciplinas jurídicas) y lo pierden, como respecto a los depósitos para recurrir. Pero, y ésta es la singularidad laboral, la Ley excluye de cualquiera de estos últimos gastos y responsabilidades a los trabajadores y a los beneficiarios de las prestaciones de la Seguridad Social. Y desde la reciente Ley Reguladora de la Jurisdicción Social, también gozan de dichas exenciones los sindicatos y asociaciones empresariales (lo que en buena medida había sido ya establecido por la jurisprudencia) Se puede contemplar como la Ley procesal laboral discrimina en sentido negativo a los empresarios a favor de los trabajadores. Un trato diferenciado que fue en su momento validados por el Tribunal Constitucional, por entender que se trataba de una compensación de la situación de desigualdad en el contrato –y en las rentas- en que se encontraban empleadores y asalariados.

Por último, cabrá indicar que el resto de gastos que se generen por la actividad judicial en el orden social son gratuitos: las partes no deben pagar nada por el hecho de pleitear en cuanto a los gastos que la oficina judicial genera en su litis. Reitero: ello ha sido así desde los albores del Derecho Procesal del Trabajo.

3. La Ley 10/2012 ha venido a romper ese modelo. En todos los ámbito, pero especialmente en el proceso social.

Aparentemente, el modelo jurisdiccional social sigue más o menos incólume: por tanto, el trabajador y el empresario deben pagar a su abogado y, en su caso, al perito, el proceso en el primer grado jurisdiccional les resulta totalmente gratuito, el empresario –no, el trabajador- debe consignar y depositar para recurrir y si el empresario ve desestimado su recurso debe pagar, dentro de unos límites legales, los gastos de letrado del asalariado. Pero en esas reglas se añaden otras nuevas: las partes, en principio, deben pagar tasas para recurrir (y hago aquí en especial énfasis: en el ámbito laboral sólo para recurrir) Así, si el recurso es de suplicación ante el Tribunal Superior de Justicia, la tasa asciende a 500 euros y si es de casación ante el Tribunal Supremo, a 750 euros; cantidades a las que se debe añadir, además, un 0,25 % de la cuantía (o un 0,5 % si ésta supera el millón de euros, cosa infrecuente en el ámbito laboral) Cabe observar que en la tramitación parlamentaria se ha incluido la previsión de que si recurre el trabajador “sólo” deberá abonar el cuarenta por ciento; dicha previsión no estaba contemplada en el texto inicial y alguien hizo observar que el trato igualitario entre empleadores y asalariados podría resultar contrario a la doctrina constitucional a la que antes se ha hecho referencia.

Sin embargo, pese a ese añadido posterior, el hecho es que si un trabajador pierde una demanda en la que postulaba una cantidad de, por ejemplo, 10.000 euros deberá pagar una tasa para interponer el recurso de suplicación, en cuantía de 210 euros (salvo que tenga reconocido el derecho de justicia gratuita) Y si también el Tribunal Superior de Justicia le desestima su pretensión y quiere acceder a la casación para la unificación de doctrina ante el Tribunal Supremo deberá abonar, además, otros 310 euros.

A ello se suma que, en muchos casos, en el ámbito social la cuantía del pleito es indeterminada –piénsese, por ejemplo, en una demanda de reconocimiento de derecho-. Ahí, para recurrir, a la cuantía fija inicial de 200 y 300 euros de los trabajadores, la ley imputa una base imponible de tasa de 18.000 euros, lo que conlleva una cantidad adicional de 18 euros. Y ello se aplica también cuando la demanda se haya articulado como conflicto colectivo o en el caso de impugnaciones de despidos colectivos.

Por otra parte no deja de ser significativo que la ley desconozca totalmente la figura procesal del sindicato y de los organismos de representación unitarios y sindicales en la empresa. Pese a que su actuación procesal acostumbra a plasmarse en defensa de un interés colectivo –lo que se conecta con el artículo 7 de la Constitución- también deberán pagar para recurrir con dicho objeto finalista. Un olvido que puede deberse a tres causas: o al total desconocimiento de la pluma redactora de las singularidades del proceso social –lo que no es nada nuevo, vista la nefasta técnica procesal de la reforma laboral reciente- o al ninguneo de las instituciones colectivas por motivos ideológicos –lo que, tampoco, es nuevo-. O a ambas cosas.

Con todo, quizás lo peor del nuevo modelo sea que el legislador no ha tenido presente la singularidad del proceso social en materia de costas de la contraparte. Me explico: en un pleito civil o contencioso administrativo rige el principio de vencimiento, como antes se ha dicho. Por tanto, si un ciudadano pleitea en reclamación de un derecho o una cantidad y obtiene una sentencia favorable, su contraparte tendrá que abonarle, además del objeto de la condena, los gastos procesales que su acción ha generado (esto es, las costas de tramitación procesal, los honorarios de su abogado y perito, etc),  a lo que se añaden ahora –por modificación expresa del artículo 241 LEC y, por remisión, el art. 139 de la LRJCA- las tasas judiciales. Por tanto, aunque yo pague tasas para pleitear en el orden civil o contencioso administrativo sé que si obtengo una sentencia favorable esas tasas me serán devueltas por la otra parte. Pero eso no rige en el proceso laboral: si el trabajador o el sindicato pierden el pleito en el juzgado de lo social –o en el TSJ cuando actúa como primer grado jurisdiccional- y recurren, tendrán que abonar tasas, pero en el supuesto que ganen dicho recursos su contraparte no tendrá obligación alguna de reintegro de la misma, en tanto que las costas procesales en recurso en el orden social sólo se generan –y para el empresario- cuando dicho recurso es desestimado. Y viceversa: si quién recurre es el empresario y gana el recurso, se le devolverán la consignación de la cantidad que ha tenido que efectuar para recurrir y el depósito legal, pero en ningún caso la ley prevé la devolución de la tasa por parte de la Administración, ni tampoco que su contraparte deba efectuar el reintegro. Se trata de una clara singularidad de la jurisdicción social que el legislador ha omitido, en un desprecio preocupante de nuestras singularidades.  Por tanto, aunque el TSJ o el TS le den la razón al recurrente, éste deberá pagar esa sentencia, pese a que la Ley estaba de su lado. Y está de más decir que la Ley deja claro que si no se efectúa el pago de tasa previo al recurso, éste no será admitido a trámite.

4. La justicia en España ha sido el pariente pobre de la Transición. El estado español es el país de la Unión Europea con una menor ratio de jueces por habitante, pese a ser uno en los que mayores conflictos judiciales se generan. Los medios materiales con que cuenta la oficina judicial son obsoletos (por poner un ejemplo: hasta hace pocos meses cuando yo encendía mi ordenador en el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña debía esperar más de un cuarto de hora para que éste se conectara a la red informática) Los medios humanos con que se cuentan –el personal al servicio de la Administración de Justicia- es notoriamente insuficiente (y más ahora, en que tras los recortes hay órganos judiciales en los que no está cubierta una ínfima parte de la plantilla). Y, especialmente, la oficina judicial española está en la práctica pensada con lógica del siglo XIX, no del XXI. Ello explica la famosa demora de nuestras resoluciones judiciales, el caos administrativo y muchas contradicciones que se denuncian frecuentemente en los medios de comunicación. Denuncias que se imputan a los jueces, pese a que nosotros no somos responsables de esos déficits.

Pues bien, desde hace ya una decena de años se ha venido diseñando la denominada Nueva Oficina Judicial (NOJ) adaptada a la nueva realidad. Así, por ejemplo, dotando al secretario judicial de la función de la dirección de las actuaciones en el ámbito estrictamente procesal, descargando a los jueces de buena parte del tiempo que dedicaban a la “intendencia” y al análisis de los “intestinos” procesales. O instaurando mecanismos horizontales entre los distintos juzgados y jurisdicciones –servicios comunes en materia de comunicaciones, ejecuciones, etc-. O teorizando y cambiando las leyes para avanzar hacia la oficina judicial tecnológica y sin papeles. O previendo modelos de organización judicial también horizontales, que permitieran una flexibilidad significativa (los denominados “tribunales de instancia”, de tal manera que no existiera una simetría directa entre el juez y el juzgado).

Sin embargo, ese diseño de la NOJ –en la que aparentemente todos estamos de acuerdo, más allá de algunos corporativismos de diversa índole- requiere esfuerzo y, especialmente, una inversión inicial significativa. Inversión que, lógicamente, se recuperaría posteriormente con creces si las cosas se hubieran hecho bien. Ahora bien ese proceso está en estos momentos prácticamente parado. Primero, porque los recortes impiden esa inversión. Y segundo, porque no existe ninguna voluntad política de instaurarlo. Hay quien afirma que, en el fondo, ningún Gobierno, sea cual sea su signo, tiene interés en la que la Justicia funciones y sea ágil. Pero ocurre que, más allá de posibles intereses políticos, ese desiderátum es una pieza imprescindible para la modernidad del país, es la garantía del cumplimiento de la Constitución y es un aspecto altamente significativo de mejora de la productividad de la economía española –por supuesto, en una perspectiva amplia, que supere la ramplona división economicista entre PIB y número de asalariados-.

Y, evidentemente, es también la garantía de la independencia judicial. Pero ocurre que estamos asistiendo a unos momentos en que ésta –ya precaria, por el reparto de cromos bipartito en cualquier instancia de poder- está siendo atacada con una saña desconocida. Al margen de alguna declaración de destacados miembros del Gobierno basta con acudir al actual proyecto de modificación de la Ley Orgánica del Poder Judicial, en la que se retornan al poder ejecutivo buena parte de las funciones hasta ahora encomendadas al Consejo General del Poder Judicial. La reacción termidoriana, a la que tantas veces ha hecho referencia el titular de este blog, también se expresa ahí.

5. En ese marco quizás podría pensarse que las tasas son un “mal menor”, pues, aunque se haga pagar a los ciudadanos para acceder a la justicia, su objetivo es finalista: obtener ingresos públicos para, en circunstancias de crisis, instaurar la nueva oficina judicial. Pero ello no es así: baste dar una lectura al contenido de la Ley 10/2012 para llegar a dicha conclusión. Es más, conforme a su artículo 9 resulta que su gestión se encomienda, no al Ministerio de Justicia, sino al de Hacienda y Administraciones Públicas.

Habrá que acudir a la Exposición de Motivos de la Ley para saber qué se pretende con las tasas. Y en ella se afirma: “Con esta asunción por los ciudadanos que recurren a los tribunales de parte del coste que ello implica se pretende racionalizar el ejercicio de la potestad jurisdiccional, al mismo tiempo que la tasa aportará unos mayores recursos que permitirán una mejora en la financiación del sistema judicial y, en particular, de la asistencia jurídica gratuita”. Es decir, olvídense ustedes de financiar la renovación de la oficina judicial. De lo que se trata, aparentemente, es de dos cosas: de un lado, financiar el servicio de asistencia jurídica gratuita; de otro, “racionalizar” el ejercicio de la potestad judicial.

Respecto a la financiación del servicio de justicia gratuita podría obviamente compartirse la justificación. Esto es, en tanto que el nivel de ingresos de muchos ciudadanos está descendiendo alarmantemente por la crisis y ésta genera mayores conflictos, vamos a hacer pagar al resto de justiciables el servicio. Pero ocurre que resulta poco creíble la justificación. En primer lugar porque la Ley no contiene ninguna referencia finalista de las tasas, más allá de su contenido; en segundo lugar, porque, como se ha dicho, la gestión de las mismas se encomienda al señor Montoro y no al señor Gallardón; y, por último, porque la gestión del servicio de asistencia jurídica gratuita no es competencia del poder central, sino del autonómico, sin que la norma haga ninguna mención al respecto (bien al contrario, desde su artículo primero la Ley deja claro que las Comunidades Autónomas no podrán gravar el mismo hecho imponible, lo que, dicho sea de paso, es de dudosa constitucionalidad)
Como tampoco resulta creíble que la medida coadyuve a la “racionalización de la justicia”. Cabría preguntarse, de entrada, en qué. Nada dice la Ley al respecto, limitándose a hacer una serie de reflexiones en su prólogo de índole meramente fiscal. Reflexiones repugnantes si se me permite la expresión: el acceso a la Justicia es un derecho fundamental que no puede ser tratado legalmente como un aspecto tributario. Pero es más, si ustedes dar una ojeada a dicha Exposición de Motivos se hallarán con esta perla: “La regulación de la tasa judicial no es sólo, como ya se ha dicho, una cuestión meramente tributaria, sino también procesal. El nuevo marco de la tasa parte, por un lado, de que su gestión económica corresponde al Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. Pero, por otro, se tiene en cuenta la puesta en marcha de la Oficina Judicial y las competencias del Secretario judicial, que comprobará en cada caso si efectivamente se ha producido el pago de la tasa, previéndose para el caso de que no se haya efectuado que no dé curso a la actuación procesal que se solicite”. Bien, se afirma: no se trata “sólo” de una cuestión judicial, también es –obviamente: si no se paga no se podrá pleitear o acceder al recurso- un aspecto procesal. Lo que insólitamente se vincula con la nueva Oficina Judicial… para convertir a los secretarios judiciales en recaudadores del señor Montoro… ¿dónde está la “cuestión procesal”?, ¿qué relación guarda esa función con la NOJ?

6. La finalidad, no declarada en forma expresa, es obvia: de un lado, incrementar las arcas del Estado, como está ocurriendo en tantos otros aspectos. De otro, reducir costes, limitando el acceso de los ciudadanos a la Justicia por motivos económicos. Respecto a esta segunda perspectiva hallaremos en los medios múltiples ejemplos estos días en relación a supuestos concretos en los que le sale al ciudadano más caro pleitear que aquietarse.

Pero en el ámbito laboral la medida es, aún, más sangrante. Porque para las grandes empresas pagar unos cientos de euros para instar un recurso será algo prácticamente anecdótico, que quedará perdido en una partida menor de su contabilidad.  Por el contrario, para el pequeñísimo empresario ahogado en deudas por la crisis la medida le puede resultar imposible.  Y, por supuesto,  resulta altamente limitadora para el trabajador –y para el sindicato-, aunque pague sólo el cuarenta por ciento.

Ciertamente, el Tribunal Constitucional ha declarado con reiteración que el derecho a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 CE no contempla –con la excepción del proceso penal- el acceso al recurso, siendo éste de creación legal. Es por ello que en materia de tasas existen pronunciamientos del TC que consideran que su imposición para las empresas solventes y grandes pleiteadoras no afecta al mentado derecho constitucional, al tratarse –en el símil hecho antes- de “colesterol bueno”. Así, entre otras, las SSTC 20/2012 y 79/2012. Valga decir que la Exposición de Motivos de la Ley 10/2012 contiene la siguiente afirmación: “La reciente sentencia del Tribunal Constitucional no sólo ha venido a confirmar la constitucionalidad de las tasas, sino que además expresamente reconoce la viabilidad de un modelo en el que parte del coste de la Administración de Justicia sea soportado por quienes más se benefician de ella”. Obsérvese cómo –al margen que no es “una” sentencia, sino varias- ni tan siquiera han buscado de qué pronunciamiento concreto se trata (“la reciente sentencia…”) Pero ocurre que esa “reciente sentencia” dice más cosas: “Esta conclusión general sólo podría verse modificada si se mostrase que la cuantía de las tasas establecidas por la Ley 53/2002, de 30 de diciembre, son tan elevadas que impiden en la práctica el ejercicio del derecho fundamental o lo obstaculizan en un caso concreto en términos irrazonables”. Pues bien, ¿no es un obstáculo para acceder a la justicia que un trabajador despedido que sólo está cobrando el desempleo e impugne dicha extinción tenga que pagar tasas judiciales en el recurso?; ¿no lo es que tenga que hacerlo un sindicato o un comité de empresa para recurrir la sentencia recaída en un conflicto colectivo o un despido colectivo para defender el interés general cumpliendo el papel del artículo 7 de la Constitución?; ¿no lo es que lo deba hacer un jubilado, un inválido o una viuda que recurre  por una diferencia de su prestación?

Pero, es más, la medida en el ámbito social afecta también al derecho a la igualdad en la aplicación de la Ley, en relación al derecho a la tutela judicial efectiva, en tanto que la cantidad impuesta para recurrir en suplicación o casación no diferencia entre la gran empresa y el horno de pan de la esquina. Y aunque establece reducciones para los trabajadores, es evidente que en muchos casos la medida puede impedir por motivos económicos el acceso al recurso de éstos.  Como señala el amigo Paco Gualda en su magnífica reflexión publicada por la Fundación 1º de Mayo: “Hay que tomar en cuenta que los costes judiciales son para el trabajador gastos necesarios para la obtención de la renta que asegura su subsistencia, por lo que configurar el pago de tasas y otros gastos como elementos disuasorios del acceso a la Justicia implica precisamente, limitar la vía para la efectividad de los ingresos salariales y las prestaciones de Seguridad Social, que constituyen el sustento básico de millones de trabajadores y pensionistas

7. La Ley 10/2012 ha batido récords en su tramitación parlamentaria. Ha sido una de las normas que más rápidamente ha sido aprobada, coartando el debate en las Cortes, según algún grupo parlamentario. Dicen las mala lenguas que dicha urgencia obedecía a otras causas: evitar el desaguisado legal que cometió el RDL 20/2012 en relación a la paga extraordinaria de Navidad de los jueces y el resto del personal funcionario judicial –tanto por su contradicción con la LOPJ, como respecto al diferente tratamiento legal de las pagas entre dicho colectivo y el resto de funcionarios públicos-. Y así, aunque la imposición de tasas nada tenga que ver con el tema, se incluye una modificación del mentado RDL. Es lo que tiene poner a economistas a redactar leyes contando con plumas jurídicas poco cualificadas técnicamente pero imbuidas de los mantras neoliberales (algo que empieza a ser habitual tras la gran chapuza técnica que supone la reforma laboral del 2012).

A lo que cabrá añadir que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Parapanda, la Ley elimina la posibilidad de que los funcionarios públicos comparezcan en el orden jurisdiccional contencioso administrativo sin asistencia de abogado, como hasta ahora ocurría salvo en los supuestos de separación de funciones. Es decir, se encarece notablemente la impugnación de los temas de función pública.

8. Afirman algunos que el nuevo modelo supone la instauración de una justicia para ricos. Y algo de verdad hay en ello.

Pero más allá de esa constatación, el hecho cierto es que el legislador ha omitido cualquier reflexión sobre las particularidades del proceso social y los perniciosos efectos que la nueva medida va a tener en el acceso al recurso para pequeños empresarios, trabajadores y pensionistas.

Si lo que se quiere es impedir el abuso de los recursos existen otras muchas medidas posibles de índole procesal. Medidas que, en buena parte, existen ya en nuestro ordenamiento tras la aprobación de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Social.

Si lo que se pretende es una inversión en la implantación de la Nueva Oficina Judicial parecería lógico que se hubiera creado un fondo “ad hoc” gestionado por el Ministerio de Justicia con participación de las Comunidades Autónomas, con competencias en las materia.
Si lo que se pretende es la financiación del forzosamente deficitario servicio público de Asistencia Jurídica Gratuita –con grandes problemas en algunas Comunidades Autónomas, especialmente en Madrid- habría de haberse diseñado un modelo descentralizado.

Pero nada de eso es el objetivo de la nueva Ley. Claramente, su finalidad es la mera recaudación. Pero cabrá observar que, como ya se ha indicado, estamos hablando no sólo de un servicio público conformado como derecho fundamental, sino de la actuación de atención a los ciudadanos de uno de los tres poderes constitucionales.

¿Por qué no hacer pagar a los ciudadanos por ir a votar, en tanto que los procesos electorales le cuestan dinero al Estado. No sería nada nuevo: ya la Thatcher en los ochenta intentó instaurar un impuesto por el mero hecho de figurar en el censo –la famosa y fracasada “poll tax”-
¿Es que acaso la actuación parlamentaria no comporta gastos públicos?... que los representados paguen las dietas de desplazamiento de sus representantes…

¿Por qué el acceso al BOE es gratuito?... ¿es que no le cuesta un dispendio al erario público?


¿Es que no nos cuesta dinero el desplazamiento del Presidente del Gobierno a Bruselas para negociar las condiciones de nuestro rescate?

Y no se trata de dar ideas. A este paso a alguno de esos privilegiados cerebros neoliberales (privilegiados por el déficit de impulsos motores entre las neuronas cuando no se trata de neodarwinismo social) se le puede ocurrir algo similar.

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