miércoles, 27 de agosto de 2008

LA CRISIS DEL NACIONALISMO CATALÁN

La crisis del nacionalismo catalán está llegando a unos extremos un tanto grotescos. Cierto periódico barcelonés que milita en las filas de las organizaciones subvencionadas no gubernamentales (OSNG, oesenegés) la tiene tomada con Pau Gassol al que acusa de españolismo; un ex diputado, afirma en su blog, que los olímpicos catalanes están secuestrados por “España”; y anteriormente, por parecidas razones, ciertos iracundos de medio pelo pusieron verde al futbolista Xavi Hernández porque tuvo el “desliz” de gritar viva España cuando festejaba el éxito deportivo europeo de la selección. La primera conclusión podría ser, de momento, la siguiente: este cartucho indica hasta qué punto el nacionalismo catalán está en horas tan bajas como grotescas.


Esta crisis es de proyecto y de liderazgo político-cultural. Es de proyecto porque los nacionalistas no saben de qué manera puede reorientarse Catalunya en este mundo de la globalización y la interdependencia; y es de liderazgo porque no se ven dirigentes políticos ni intelectuales que sepan estar en el mundo real. Lo único visible, en lo uno y en lo otro, es la estridencia mediática que, de modo no infrecuente, raya en una calcomanía del esperpento. Ahora, los malos de la película no son los charnegos sino aquellos catalanes que se venden al ardor guerrero español. Este chocante nacionalismo, así las cosas, no necesitaría las maniobras dilatorias de Zapatero sino los comportamientos de una serie de personas –Gassol, Xavi Hernández y otros-- a los que, como la vieja Radio Tirana del dictador Hoxa, se les acusa de vendepatrias.


Sin embargo, estos iracundos están consiguiendo algo que no es irrelevante, a saber, que un amplio sector de ciudadanos de otras comunidades autónomas consolide el viejo prejuicio de que (todos) los catalanes son así. Es como si tales gentes se reafirmaran en su españolidad a través del espejo deformado del nacionalismo catalán. Es la mejor manera de que las líneas paralelas no se encuentren jamás. En ese sentido sobraría también la conllevancia. Lo único que valdría sería la sistemática confrontación, siempre bajo el lema etílico “que la fiesta no decaiga”.


Que un mercachifle escriba en su blog que Catalunya debería adoptar, en prueba de solidaridad, a niños extremeños, en vez de ser visto como una irrefutable prueba de acné cultural, se interpreta como un ataque de Catalunya a Extremadura. Hasta el mismísimo presidente de la Junta de Extremadura se ve obligado a terciar en la cuestión, y ¿cómo no? sigue la deriva de su facundo predecesor: una manera más de querer ser “en todo el mar conocido / del uno al otro confín”, o sea, la aspiración del capitán pirata de aquel bajel que tenía diez cañones por banda. O, lo que es lo mismo, estamos ante un fuego cruzado entre Catalunya y (casi) todos los demás. Hasta tal punto es así que en la izquierda ocurre tras cuartos de lo mismo, y por no haber, no hay puentes entre la intelectualidad de aquí y la del Ebro para abajo. No hace falta tener cuatro dedos de frente para intuir que Catalunya es la gran perdedora. La gran perdedora en los terrenos económicos, sociales y políticos. Porque, de seguir tan contumazmente ese camino, se aísla no sólo de España sino de los gigantescos procesos de globalización: no podrá intervenir en las facilidades de ello ni tampoco estará en condiciones para corregir las no menores anomalías y desigualdades.


En cierta ocasión, Joaquim González –el primer espada de la organización federal de los textiles y químicos de Comisiones Obreras— me explicaba que, hablando con el presidente de una compañía multinacional, éste caballero se quejaba de hasta qué punto la situación catalana estaba generando no pocas desconfianzas en importantes empresas. No es que el alto manager desconociera la actitud encrespada “de Madrid”, de ahí partía. Pero no entendía las formas en que se expresaba el comportamiento de los nacionalistas catalanes. La fácil y banal conclusión del acné político de algunos bloguistas está cantada: otro que tal, otro secuestrado por España.


El velero bergantín del nacionalismo no tiene un proyecto para Catalunya que es una sociedad abierta: así lo han demostrado sus recientes congresos. Un ejemplo espectacular de ello ha sido que, en ninguna de tales citas, ha parecido propuesta alguna de cómo encarar esta crisis bifronte global: la económico-financiera y la ecológica. Tan sólo se ha hablado los problemas de intendencia de cada organización, algo necesario pero muy insuficiente a todas luces. Por otra parte, como causa o efecto (o, tal vez, ambas cosas a la vez) no aparecen personas en los grupos dirigentes de esas formaciones políticas con la necesaria talla para reconducir, al menos de momento, el estado gelatinoso en el que está el nacionalismo.


Jordi Pujol fue la culminación de un proceso, favorecido por su carácter poliédrico que, en buena medida, tenía una fuerte conexión sentimental con la gente. Este no es el caso de los actuales dirigentes políticos del nacionalismo. Ahora lo que toca es seguir siendo. Pero ese seguir siendo es una anomalía así en la Unión Europea como en el cuadro de las potentes transformaciones en curso. Unos dirigentes que están en un callejón sin salida: entre el no poder alcanzar sus objetivos mediatos y el no saber cómo despotenciar su discurso. Sólo existe un camino trillado: la acumulación de agravios como legitimantes de que tienen razón. Ahora bien, ¿saben que eso es una considerable pérdida de tiempo y un enorme lucro cesante? Porque, mientras estén ensimismados en su “Ay de mi Alhama” otras comunidades autónomas españolas y otras regiones europeas seguirán avanzando.


El lunes pasado unos amigos estuvimos cenando en Calella con Juanjo López Burniol. Éste nos explicaba que un viejo salmantino, allá por los años cuarenta del siglo pasado, afirmaba: “Dentro de sesenta años España habrá cambiado radicalmente: el centro, menos Madrid y su área, será un gran coto de caza; sin embargo, la periferia y la ribera del Ebro serán potentes zonas de desarrollo”. No creo que aquel caballero se equivocara, lo cierto es que acertó de pleno. Pues bien, ¿han tomado buena nota los nacionalistas catalanes de que les han salido unos espectaculares competidores?


No me atrevo a decir que Catalunya ha entrado en un nuevo ciclo. Sea como fuere, pienso que se necesita un proyecto postnacionalista (no antinacionalista) de largo recorrido que coloque a Catalunya en la fase actual de innovación-reestructuración de la economía global e interdependiente; un proyecto que revalorice socialmente el trabajo (decente); un proyecto que vaya fortaleciendo una ciudadanía más activa e inteligente… Tengo para mí que este es el reto de la izquierda postnacionalista.



Nota final al margen de lo dicho. Telefónica, por fin, después de un mes en lista de espera me ha dado línea para entrar en Internet. Esta demora yo la había interpretado rematadamente mal y hasta mi esposa había empezado a explicarlo a sus amigos, conocidos y saludados. No teníamos razón: Telefónica, después de un mes, me abre la línea porque este 26 de Agosto es el día de San Ceferino, y como mi padre adoptivo –el afamado confitero Ferino Isla— celebraba “su santo”, la compañía ha tenido ese detalle con un servidor. El gesto de Telefónica ha sido muy comentado en Parapanda, aunque algunos piensan que es mera coincidencia: hombres de poca fe.


martes, 26 de agosto de 2008

LEYENDO A THOMAS MANN:"Los Buddenbrook"

Los Budenbrook es una novela de gran envergadura. Joan Flóres Constans, cultísimo librero de Calella, afirma que supera a la mismísima Montaña mágica. Un servidor titubea y, de momento, se limita a manifestar, robándole unos términos a su autor, que es una novela de “gran formato”, de esas que hay que leer despaciosamente y sin saltarse ni una línea.

El mes de agosto lo he aprovechado releyendo esta obra de Thomas Mann que mis compañeros de trabajo me regalaron, junto a otros libros, con motivo de mi jubilación administrativa. Ellos sabían que yo había leído Los Budenbrook en la versión de Plaza y Janés de 1971 donde, por cierto, no figura qué persona ha traducido la obra. Quien diseñó los libros de la `conspiración´ del regalo –Yolanda Salva, filóloga germanista— sabía, además, que yo no había leído la nueva versión castellana a cargo de Isabel García Adánez. Se trata de una traducción potente, muy cuidada. Una de sus novedades es el respeto por los modismos dialectales y el uso del Plattdeutschs (el alto alemán) de algunos personajes de la obra, especialmente la servidumbre de la familia y las capas populares de la ciudad. Ignoro las razones de porqué la versión de 1971 obvia estas maneras de expresarse.

Es como si hubiera un pudor por parte del traductor en una aparente defensa del rigor lingüístico del autor. Un vicio que, por ejemplo, con relación a Dante es demasiado frecuente. Algunos traductores de alto copete de La Divina Comedia maquillan el lenguaje del autor cuando éste es intencionadamente ripioso o utiliza adrede vulgarismos con la intención de ajustar las cuentas a determinados personajes a los que el gran poeta florentino les tenía ojeriza. Ahora bien, cuando los personajes de alto copete se expresan de manera cultivada –por ejemplo, los continuados assez y otras palabras en lengua francesa— la traducción de 1971 los respeta religiosamente. En resumidas cuentas, de un lado la cosmética y, de otro, una ostentosa discriminación. Por eso afirmo provisionalmente que la vieja traducción, al menos en esas cuestiones, no comparte la descripción que Thomas Mann hace de los personajes que se expresan en dialecto: son gentes maquilladas y `traicionadas´ de manera innecesaria, al tiempo que se escamotea al lector la autenticidad verbal de los de abajo.


La novela, publicada por Mann a la edad de 28 años, es algo así como una metáfora de la genealogía de su familia a lo largo del siglo XIX, en una Alemania preindustrial y todavía no unificada por Bismarck: son los Budenbrook, comerciantes de Hamburgo, gentes a los que Dios les concedió, según Mann, “tranquilidad y rutina cotidiana” en sus vidas.

Mi relectura de la obra me ha llevado a la siguiente consideración: trata, ante todo, de lo que podríamos llamar la “razón del comercio”. Porque, de igual manera que existe una razón de Estado, el relato del autor nos indica que, en su país y en el siglo referido, había una razón del comercio. Lo primero es el negocio, lo segundo la familia; y, atravesando ambos elementos, la vasta influencia del luteranismo: en la puerta de la casa familiar, el título de Cónsul conlleva el dintel de Dominus providebit (“Dios proveerá”) o, lo que es lo mismo, Nuestro Señor –a pesar de sus muchas ocupaciones y quebraderos de cabeza-- está atento a la prosperidad del negocio familiar. Lo que me lleva a pensar, con la prestada licencia de Max Weber, que una de las causas de la inexistencia de una burguesía española, en aquellos tiempos decimonónicos, podría ser la desconsideración de los comerciantes de nuestro país con Dios misericordioso. En todo caso, el mencionado lema, “Dios proveerá”, es más austero que el florentino de los Medici: “En nombre de Dios y los negocios”, que tampoco fue seguido, al menos formalmente, por la burguesía comercial española del Ochocientos.

La razón del comercio: especialmente en las alianzas matrimoniales con idénticos propósitos a las de las viejas monarquías europeas o en la institución normada de la dote matrimonial como aportación de la novia al negocio de su futuro consorte. Una razón del comercio que pasa a primer término, incluso por encima de la familia, que se pone de manifiesto, por ejemplo, en las relaciones entre los hijos del primer Buddenbrook.

En la novela no pasa nada de especial relevanccia; nada inquieta sobremanera: la vida de los Buddenbrook transcurre con algún que otro sobresalto familiar, pero todo sigue su curso –también en la ciudad— en la “tranquilidad y rutina cotidiana”. Tan sólo la revolución de 1848 parece remover la modorra. Mann, en este capítulo, no carga las tintas; desdramatiza la situación y recurre a una de las metáforas más humorísticamente brillantes de todo el relato. De un lado, los miembros del Consejo Municipal a la espera de iniciar la asamblea; y, de otro lado, un amplio grupo de trabajadores –la canaille, en expresión del poderoso suegro de Johann Buddenbrook-- que cercan el ayuntamiento. El joven cónsul Buddenbrook no parece estar indignado por la revuelta, sino porque no se han encendido los faroles de la plaza, entiende que hay una ruptura del orden social. La revuelta de la canaille es lo de menos porque este Buddenbrook ha creído percibir que no hay un objetivo claro por parte de los manifestantes. Ahora bien, eso de que no se enciendan los fanales a su hora sí es un acto concreto de contravención del orden de la ciudad. Una opinión un tanto singular, porque lo cierto es que Europa no tembló en 1848 porque no se encendieran los fanales sino porque las muchedumbres atestaron sus calles y plazas.

¿Los Buddenbrook o La Montaña mágica, Las bodas de Fígaro o Don Giovanni, La ventana indiscreta o Vértigo? ¿Y qué más da? Después de muchos años he llegado a una conclusión, siempre revisable, desde luego: cuando estés leyendo, escuchando o viendo una de ellas, no pienses en la otra, disfrútala. Cosa que procuraré hacer cuando, dentro de pocos días, me ponga a revisitar La Montaña: los jubilados tenemos toda una vida por delante. Hasta pronto, Settembrini.



Post scriptum. Telefónica sigue sin darme línea para navegar por Internet. Estoy a la espera después de más de un mes. Mi mujer, Rosario Martínez Saborit, la propietaria de la línea, está que trina. Como experta en contabilidad (podría trabajar en Buddenbrook y Cía) cree que debe reclamar los dineros que un servidor se gasta en la cibertaberna para seguir alimentando este blog. Me ordena que ponga: “Telefónica, a ver si cumples. Me debes cuatro euros de la entrada del otro día y la de hoy”.

domingo, 10 de agosto de 2008

LA CONSTITUCIÓN Y NOSOTROS


Este es el esbozo de un trabajo que me ha encargado Eduardo Saborido para un libro que conmemora el próximo trigésimo aniversario de la Constitución Española.

En pocos países de nuestro patio de vecinos europeo existe tanta vinculación entre el sindicalismo confederal y la Constitución como en el caso español. Una primera muestra de esa relación puede ser que la mayor parte de la biografía del nuevo sindicalismo de nuestro país corre en paralelo con el itinerario de la exigencia de la Carta Magna, su discusión parlamentaria (en la que destacados dirigentes obreros tomaron la palabra: Camacho, Redondo, Cipriano García, Nicolás Sartorius, Eduardo Saborido, Antón Sarazíbar…), su aprobación –dentro de poco hará treinta años— y su despliegue. No es menor este argumento de la coincidencia biográfica porque indica el conocido compromiso del sindicalismo español con el texto constitucional. Lo que, a decir verdad, representa una discontinuidad entre los antiguos comportamientos sindicales y las constituciones de antaño, las anteriores a la brutal guerra civil española.



Digamos que la potente vinculación del sindicalismo español con la Constitución es, en parte, un (pacífico) ajuste de cuentas del movimiento organizado de los trabajadores contra la violenta represión física, moral, política y cultural del franquismo. Pero hay un elemento que debería ser tenido en consideración: ese vínculo tiene una clave, que es la práctica democrática, abierta y de masas, bajo (y contra) el propio franquismo de un amplio sector del movimiento sindical español.


Se diría –metafóricamente, por supuesto-- que la acción colectiva del nuevo sindicalismo español era “constitucionalista” ex ante, siendo la voz organizada en el taller y en torno al andamio, alrededor de los pupitres y en los campos de siembra… el instrumento básico de esa práctica democrática preconstitucional. Lo que equivaldría a no ver ese paisaje como dos “vidas paralelas” sino, como se ha dicho, una vinculación democrática. Tal vez podamos imaginar que esa relación explique que hubo en efecto una auténtica “ruptura sindical democrática”: ningún sindicato putativo del franquismo se abrió camino una vez conseguida la libertad en España. Esta es una herencia valiosa, no valorada suficientemente todavía que nos legaron gentes tan representativas como Marcelino Camacho, Pepe Cid de la Rosa y Nicolás Redondo, conspicuos representantes del –tomando parcialmente un préstamo de Benjamín Constant—“sindicalismo de los antiguos”.